domingo, 19 de junio de 2011

Pesadilla de encierro

El ascensor se cerró, y afuera quedó toda la supuesta valentía que tenía. Las manos me temblaban hasta para secarme el sudor frío de la frente. Mis muñecas eran un manojo de nervios; parecían maracas tocando villancicos.
Mi mente luchaba como podía contra la maldita claustrofobia.
Camelia trataba de calmarme diciéndome que sólo iríamos al tercer piso, que no nos iba a pasar nada; me arreglaba con torpeza disimulada el vestido y el collar de perlas que me había comprado mi mamá.
Los ojos cristalinos de Camelia eran los más bellos de este mundo.
Maldita la hora en que se vino a trabar el ascensor ése.
De un momento a otro, las puertas ya no abrían. Comencé a preocuparme cuando vi que Camelia abría los ojos de par en par y me miraba. Palideció, y en un intento por calmarme (o por calmarse a sí misma) me decía que todo iba a estar bien. Sandrita, decía, todo va a estar bien; me decía que no tardarían en darse cuenta de que estábamos encerradas y que las puertas no tardarían en abrirse. Calma mi amor, me decía. Calma, mi amor.
Evidentemente en esos momentos yo estaba más calmada que ella.
Pasaron crueles minutos y nada. No se sentía un alma, y el silencio gobernaba la penumbra de dentro del ascensor. El desespero había terminado de apoderarse de mí, y mis ojos querían salírseme de las órbitas; el corazón repicaba en mis oídos; tocaba una tambora de carnaval.
Tragué saliva una millonada de veces y las manos de Camelia ahora también temblaban en mis puños. La reluciente tipografía de Otis allá arriba parecía burlarse de mí.
De repente el cubículo se volcó, y caímos aparatosamente en una de sus paredes. Yo ya estaba hecha un mar de lágrimas para cuando las puertas se partieron a la mitad y aparecimos en una extraña habitación, cuya extensión la sentía mucho más pequeña que la del ascensor.
Había maquinarias y cosas obsoletas por doquier. Un extraño sujeto nos observaba con ojos saltones desde una especie de mesón, y en cuanto nos vio nos saludó cordialmente y nos invitó a pasar. Ignoraba quizá que ya estábamos dentro de su hábitat. Pensé vaya imbécil en medio del calambre y los escalofríos. 
Dicho mesón estaba igual o más atiborrado de artefactos raros y tuercas, y con la mirada encharcada pude ver los brillantes ojos verdes del hombre aparentemente cordial.
Es una sorpresa tener invitados por aquí fue lo que escupieron sus labios. Camelia me agarraba más fuerte que la primera vez, y los ojos me dolían de tanto llorar. ¿Qué les parece si jugamos a un juego? oí que dijo el hombre.
Por supuesto que yo no quería jugar; y pues era obvio que Camelia tampoco.
Yo lo único que quería era salir de ese lugar. 
Camelia espetó díganos más bien cómo se sale de aquí, por favor. El hombre de mirada saltona la examinó con impudicia y luego dijo que si jugábamos encontraríamos la forma de salir. De qué se trata, escuché que dijo Camelia. Es muy sencillo, balbució el hombre; lo único que tienen que hacer es decirme el nombre del fundador de esa marca de ascensores.
Ninguna de las dos estábamos de humor para acertijos enciclopédicos, y con esas mismas palabras se lo comunicamos. El viejo ahogó una extraña carcajada y sus ojos verdes relucieron anormalmente. Las tuercas parecieron relinchar de la risa también. 
Ya me estaba faltando el aire, y mis mejillas estaban a punto de explotar de lo rojas que estaban.
Los ojos de Camelia se aguaron tratando de sobrellevar la situación. Al viejo le decía idiota, estúpido, insensible; le gritaba díganos cómo salir de aquí rápido; tenga consideración de mi hermana, que es claustrofóbica. Ah, dijo él, ¿es claustrofóbica? Eso hace las cosas mucho más interesantes.
Vi que sus pupilas se dilataron, y de su bolsillo sacó una enorme llave inglesa. A medida que agitaba la llave, las paredes de la habitación se acercaban a nosotras. Camelia, voy a morirme le dije, a lo que ella me contestó que todo iba a estar bien, que tratara de calmarme.
Ella ignoraba que la palabra calma ya no entraba en mi cabeza en esos momentos.
Observaba aterrada cómo las paredes se acercaban más...más...y más... hasta que perdí el conocimiento ante la mirada absorta y aún cristalina de mi hermana Camelia.
No supe qué más pasó después de eso. Escuché medio consciente que Camelia exclamó el nombre Thomas Berkeley, el cual, según mi sentido común, era al ascensor Otis como Shakira a la champeta. 
Las lágrimas de Camelia se transformaron en ríos caudalosos y ásperos, y lo último que alcancé a ver fue un número tres en rojo...
-Sandrita, despierta, que ya llegamos al tercer piso.

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