sábado, 26 de noviembre de 2011

Tus manos sobre el diapasón de caramelo

Sentados uno al lado del otro, mi hermano y yo nos dispusimos a mirar aquella penetrante presencia desenvolverse convulsa encima del entarimado. Mis dedos temblaban sobre el vestido rojo, y el camuflaje del uniforme de mi hermano me molestaba. Mi maquillaje era alérgico a esas telas. El centro de convenciones nunca antes me había enfermado tanto.
Y entonces vi que empezó. Recuerdo que lo vi desgarrar las cuerdas con aquella soltura siniestra que solo él era capaz de forjar. Vi a sus brazos acaramelados trazar un gélido ángulo en la atmósfera, y vi sin ver a su nuca amoratada contraerse con cada temblor de la boca de la guitarra. Vi sus desgastados pantalones acomodados como si fueran a rezar. Vi cómo su camisa amarillenta se contagiaba del color de la música.
A pesar de la pasión que imprimía en esos sus bellos acordes, su cara reflejaba una tristeza tan grande como su talento. Se trataba de una de esas tristezas que solo gente como él conoce, de esas que solo gente como él sabe domar. De esas que solo gente como él sabe convertir magistralmente en piezas musicales tan magnas, tan soberbias, tan espléndidas.
Recuerdo que su voz se paseaba triunfal por entre las sombras que dominaban el telón. Volaba por los aires, rebotaba, patinaba, relucía, se opacaba en la penumbra y volvía de nuevo a brillar. Era una crispada amalgama de emociones: al primer compás podía estar yo atragantada en las más incómodas lágrimas, y al tercer o cuarto podía estar sonriendo. Al quinto podía estar delirando en mares de infinita rabia y al término de éste podía estar tan sonriente como al principio.
Sus ojos de halcón bostezaban el Sentimiento, y las cuerdas despedían azules tonadas. Tus manos de gorrión lastimado se entretejían con los hilares de tu corazón, cuyas ventanas estaban abiertas de par en par y cacheteaban el rumor de las clavijas.
En el auditorio no se escuchaba un alma más. Lo vi acomodarse los lentes y rascarse la barbilla sin rasurar. El caramelo de sus mejillas se iba poco a poco tornasolando, y el color cobrizo de las cuerdas aruñaba a las ánimas del éter. Sus rodillas parecían haber adquirido vida propia, y el destello con el que brillaban sus labios era precioso. 
Entonces la música cesó, y fue cuando acaecieron los aplausos. Recuerdo que a mi lado mi hermano lloraba.
Lloraba.
Lloraba, Dios mío.
Lloraba cual niño pequeño.
Aquel corazón de militar de piedra había sucumbido al poder de aquel blues acaramelado, aquel blues de ensueño y fulgor, aquel que había dominado nuestro entendimiento por tan solo unos pocos minutos.
Y recuerdo que yo también lloraba.
Y recuerdo que el negro del blues también lloraba, y la nebulosa impetuosidad resucitaba del mar fogoso de aplausos enardecidos que hacinaba su rostro sin piedad... 

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