Iba en el Cootransurb, con las piernas engarrotadas por el minúsculo espacio de los asientos. Por el rabillo de ojo vi a mi compañera, quien luchaba contra las arcadas del bus que amenazaba con vomitarnos al pavimento. Y adivina tuve que ser porque en menos de lo que pude imaginar caí de bruces en la calle. Para cuando me incorporé, no tuve idea de a dónde habían ido a parar mis lentes. Luego trastabillé y pude vislumbrar, con el ceño fruncido, a la lluvia borrando una mancha de sangre espesa en el andén. Corrí derecho, sin saber muy bien de donde era que se me salía el desagüe escarlata, y me encontré cara a cara con un tupido bosque. Todo era verde borroso por culpa de las gafas ausentes mientras caminaba lento, pasmosamente, y de pronto, allá adelante, justo en donde se conjugaban unas masas verdes y moradas, pude ver a través de una repentina cortina de humo la silueta de una persona cabizbaja y jorobada. Cuando me acerqué, me sobresalté mucho al ver que abrió los ojos. Mi miopía de -3,51 no fue suficiente para evitar que viera semejante imagen tan espeluznante: unos ojos horriblemente grandes que ocupaban prácticamente la mitad de su cara me miraban a través de unas pupilas pequeñísimas (que bien podrían tratarse de sus fosas nasales, pero sin los lentes ¿cómo saberlo?). Dios mío. Sin ni siquiera detenerme a pensarlo, vine y le chucé los ojos, temiendo que fuese a hacerme algún daño. Un gemido de dolor se evaporó en la atmósfera, y con él la figura de aquel espectro. Después no recuerdo más nada que la fría sangre de mi muslo izquierdo. Entonces lo comprendí. Claro, solo a una malabarista de cuchillos, con los machetes amarrados a la cintura se le ocurre montarse en los tempestuosos buses de Cartagena.
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