Yo maté a Ray Zájaro.
Un navajazo invisible. Sangre transparente.
Debían de ser las dos o seis. Pero ninguno de los dos tenía reloj.
Las seis eran mis horas favoritas y dos éramos él y yo.
Vente para acá, Robert.
Te extraño tanto, Robert.
Te me enganchaste en el corazón con un garfio de acero inoxidable, carajo.
A las dos o seis. A las dos y seis. A las veintiséis. A las sesenta y dos.
Yo no pertenecía a su familia, pero ya él no tenía ninguna.
Yo maté a Ray Zájaro.
Un navajazo invisible. Sangre transparente.
Debían de ser las dos o seis. Seis fueron los flechazos.
Detrás de las cortinas,
encerrados en el baño,
derramados sobre el escritorio.
Moríamos en la noche para resucitar en la oficina. Allá donde ellos perdían su jurisdicción.
Diablos, Ray. Solo una última vez hubiese sido suficiente.
Solo una última puñalada hubiese bastado para sanarme.
Ven, Robert, que te espero.
Ven, Robert, que me muero.
A las dos y seis. A las seis y dos. A las veintiséis.
Esa mujer me tiene la casa por cárcel y yo me estoy muriendo por una visita conyugal.
Yo maté a Ray Zájaro.
Un navajazo invisible, con sangre transparente.
Diablos, Ray. ¿Cómo iba a saber yo que no me esperarías?
¿Cómo iba a saber que sería yo quien lanzara los dardos invisibles a ese pecho que tanto amó?
Ray no aguantó más, Robert. La tristeza se lo llevó, la tristeza se lo llevó.
Ella lloraba todas esas lágrimas hipócritas, y lo mojaba ahí, como nunca supo mojarlo a él en la cama.
Mojarlo como yo, que le empapaba las pupilas.
Mojarlo como yo, que le empapaba las entrañas.
Yo maté a Ray Zájaro.
A las dos y seis. A las dos con seis.
Yo maté a Ray Zájaro.
Y ese día morí yo,
un poco,
también.
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