Mi casa es la más grande de la cuadra. Tiene dos plantas, un gran patio y un gran garaje. En el sueño yo caminaba hacia ese garaje, del que de pronto salió un hombre de mediana edad, negro, con barba canosa, vestido como un mayordomo. No me dirigió la palabra. Solo salió despedido con apuro y se perdió por el pasillo que desemboca en el patio. De nuevo sola, volví la atención al garaje. Entré. En medio de las telarañas vi el mueble marrón donde otrora se guardaba la máquina de coser, de cuya puerta diminuta salieron dos personas, un hombrecito y una mujercita que no me llegaban ni a los tobillos. Vi cómo corrieron torpe y sorprendentemente rápido, salieron de ahí y fueron hacia adentro de la casa. Al cabo de lo que pareció una eternidad volvieron y se escabulleron a un costado de la pared, donde reside una diminuta puerta que da a un cobertizo. Cuando traté de seguirlos, vi que aquella diminuta puerta ya no daba al pequeño cobertizo, sino a unas escaleras gruesas y empinadas, cuyo final no pude ver. En eso vi que los enanitos venían bajando, no subiendo, los gruesos escalones, uno a uno, con una dificultad que daba risa. Subían, bajaban y subían una y otra vez las horribles escaleras y yo estaba muerta de la risa. Después de haberme reído hasta el cansancio, aunque no recuerdo haber escuchado ninguna risa en el sueño, me sentí invadida por un sentimiento horrible e inexplicable de desasosiego, que fue calmado aún más inexplicablemente en la siguiente escena.
Estaba delante de un espejo, vestida con una camisa de cuadros manga larga, de colores rosados pasteles. No recuerdo si tenía pantalones. Sobre mi cabeza estaban posadas unas manos que distaban mucho de ser las mías y comenzaron a peinarme. En el flequillo tenía tan poco cabello, todo muy grasoso y salpicado de caspa. Después de haber terminado también me lo quedé viendo por unos instantes.
Y ahí acabó el sueño.
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