Me despierto sin recordar en qué momento me quedé dormida. Abro los ojos. Lo primero que veo es el oscuro pasillo. Las sombras de los muebles fluctúan como si estuviesen debajo del agua. Frunzo el ceño. Entonces escucho algo. Una bolsa. Alguien sacude una bolsa a mi lado izquierdo. Qué escándalo. Trato de moverme. Me sacudo con todas mis fuerzas, pero lo único que puedo mover son los ojos, por cuyo rabillo veo unas manos negras desentrañando una bolsa gigante, como de esas que cubren los cereales. El ruido es espantoso. Sigo sin poder moverme. Cierro los ojos con fuerza. Las pupilas me tiemblan convulsamente bajo los párpados. De pronto, silencio. Por fin logro levantarme de la cama de un salto. Me llevo la mano a la boca, todavía temblando. Miro a mi alrededor. ¿Y la bolsa? No. Ni rastro. Todo lo que oigo es el zumbido en mi oído conjugado con el rumor del abanico. ¿Qué carajos había sido eso? ¿Un sueño? ¿Pero cómo? ¡Si yo estaba consciente! Ahí parada, inmóvil, sin saber qué hacer o qué pensar, me pellizco el brazo. El dolor me prueba que existo, que vivo. Me pregunto: “¿Esta vez sí desperté? Oh, Dios mío, dime que esta vez sí desperté…”
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