Ayer pasé gran parte del día durmiendo. Pero por fin, después de mucho tiempo, sentí que descansé. No, no hice nada productivo. Solo lamentarme del montón de cosas por hacer.
Diez años. Diez largos años. Han pasado ya diez años exactos de la muerte de Heath Ledger y diez años y siete meses del estreno de Batman: el Caballero de la Noche. Me levanté a las dos de la tarde, hora en que me senté a la orilla de la cama, con la firme idea de escribir al respecto. Una idea que estuvo conmigo desde ayer y que hasta ahora es que me siento a escribir. Primero, porque es un tema todavía muy doloroso. Segundo, porque no tenía la motivación. Bueno, a quién engaño. Aún no la tengo. Pero no quería que se pasara un día más. Debía escribir algo. Ya estoy cansada de los nudos en la garganta.
La verdad no sé cómo empezar. Digamos que era 2008. Segundo semestre de los ocho de una carrera que no tuve el valor de dejar. Eran épocas en que no teníamos carro, pero aún conservábamos la costumbre de salir todos juntos. En el cine estrenaban “Batman: El caballero de la noche”, de Nolan. Mi papá estaba visiblemente emocionado, pues a él le gustan mucho los superhéroes de DC. Aunque era la segunda parte de una trilogía nueva, la película prometía. Yo ya había leído como treinta y cinco veces sus críticas en IMDb y me sabía de pe a pá los nombres de todos y cada uno de los actores. Entre ellos, el de mi amor platónico de hace muchos años, Heath Ledger.
Bueno, la verdad es que suelo encapricharme con celebridades muy frecuentemente, y así de rápido como me encapricho, así me aburro de ellas. Por esa época mis amigas y yo babeábamos… no sé, por Johnny Depp, por Aaron Carter… o no faltaba la que todavía no superaba a los Backstreet Boys. Yo. Pero también estaba este muchachito, cuya sonrisa de oreja a oreja evaporaba la aparente esencia de bad boy que podía tener.
Recuerdo que en la casa tenía una revista Tú. En el apartado de las celebridades hollywoodenses estaba un cuadro en el que estaba él, sonriente como siempre, al lado de Naomi Watts. Él vestía un traje y camisa negros, con corbata negra, sonriendo a medio lado, con el cuerpo echado hacia adelante, tal vez del mismo arranque de risa.
Volviendo al cine, antes de entrar, mi papá me había dicho que se había enterado que uno de los actores de la película se había muerto. Para alguien como yo, una pelada que no se pierde ninguna noticia que involucre actores o el mundo de Hollywood, que mi papá estuviese enterado de eso antes que yo constituía un acontecimiento. Me invadieron primero unos celos bobos. Luego, una desazón que me sacudió el alma. ¿Quién habría podido haber muerto?
Yo sabía, como ferviente fan, en los proyectos que andaba Heath. Sabía, por tanto, de su rol como el Guasón en el Caballero de la Noche. Pues bien. Retomando la ida al cine, en ese momento deseé con todas mis fuerzas que Michael Caine fuera el muerto. No sé por qué precisamente él. Tal vez porque uno siempre cree que el que se va a morir es el más viejo. Que uno por ser joven va a vivir para siempre. No imaginaba de ninguna forma que la sonrisa de Heath se haya evaporado. Bueno, palabras más, palabras menos, fuimos al Buenavista, entramos al cine y la vimos. Espectacular. Una vaina fuera de este mundo. Creo que esa vez ni siquiera disfruté de la película por el horrible nudo en la garganta, luchando por aguantar las ganas de llorar. Pero al final, durante la última parte de los créditos, cerré los ojos y las lágrimas salieron.
Recuerdo que, una vez acabó la película, salí corriendo para el baño y me quedé sentada en el piso por un buen rato, tratando de digerirlo todo. Hoy me levanté e hice lo mismo. Duré sentada en la cama, viendo las telarañas en la ventana. Diez años. ¿Cómo la ausencia de alguien a quien nunca conociste en persona puede afectarte tanto? Qué vaina.
Por esa época regresaba a las clases en la universidad. Al final de una de las primeras clases, la de dibujo, si malo no recuerdo, no pude evitar la lloradera. Mi profesor, lejos de reprocharme o torcer los ojos por llorar por semejante bobada, me consoló. Dos compañeros también estaban ahí conmigo. Recuerdo que me dijeron que también se lamentaban la muerte de Ledger.
Hoy Michael Caine sigue vivo. Me río cada vez que veo una foto suya al pensar en la remota época en que deseé que se hubiera muerto, y es una risa que se mezcla con tristeza. Una vaina rara.
Ese día, al llegar a la casa cogí la revista Tú y la abrí en la misma foto con Naomi Watts. Uno no cree que semejante sonrisa pueda empinarse una sarta de medicamentos, sufrir un paro respiratorio y morir. No. Es un trago amargo que fue duro de pasar.
Y todavía no paso.
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