sábado, 21 de abril de 2018

Donde las mariposas se suicidan: 1


A Jota Dé.
Eres mi sueño.


13 de agosto de 2015

Llevo tres noches seguidas soñando con gatos. Con el mismo gato, en realidad. Muy pequeño y rubio, de ojos grandes y expresivos. Esta vez lo tenía cargado como a un bebé, mientras caminaba a través de un gran apartamento vacío de paredes blancas. 
Luego de caminar mucho, sentí un calor en el costado. Al mirarme, descubrí que una de las patas traseras del gato estaba herida, y de ella salía un líquido negro y helado. De la negrura aquella de pronto emergió lo que parecía un gusano gigantesco, con un ojo enrojecido y de pupila diminuta justo en el medio de su cuerpo. Clavó en mí su mirada intensa hasta que desperté, en pleno mediodía. 
Y al tercer día resucitó de entre los muertos, dijo Toño al verme bajando las escaleras. 
¿Cómo puedes dormir tanto?, dijo Adri sin levantar la vista del celular. 
Me limité a encogerme de hombros. Caminé hasta el patio, donde mi abuela me dijo que había un gato acostado en medio de las enredaderas y la mata de sábila. 
Y aquí es donde empieza lo raro.

Cuando me asomé a verlo, era idéntico al de mi sueño, solo que éste se veía aún más enfermo, más flaco y sarnoso. Acaricié su cabecita, sintiéndome presa de una repentina y horrible tristeza. Sentía que debía hacer algo, pero no tenía ni para llevarlo a un veterinario. En eso mi mamá me llamó para sentarnos a comer, y obedecí después de dudarlo unos minutos. 
Ajá, pequeña, dijo mi papá cuando nos sentamos en la mesa—. ¿Cómo va la novela?
Mal.
¿Y eso? 
No sé—, dicho esto comencé a revisar el Twitter—. Las palabras no me salen.
Come, Juli, que se te enfría, dijo mi mamá.
Lo que pasa es que mamas mucho gallo en redes sociales, ¿si ves?, dijo mi papá señalando con el cuchillo el celular mío. 
Ugh. Aquí vamos. 
Pierdes tiempo y neuronas en esas pendejadas. Echar chistes en Twitter no te va a sacar del tedio. Tienes que dejar de perder el tiempo con cosas insignificantes, dedicarte a tu profesión…
Pero yo no quiero eso.
Bueno, ¿y qué es lo que quieres, Juliana?
Las miradas del resto de mi familia pasaban de él a mí como una pelota en un partido de tenis.
Quiero escribir, dije. 
Escribe, entonces.
Já. Tan fácil decirlo. 
Tienes que centrarte, hija—, continuó mi papá—. Tienes que decidir qué vas a hacer con tu vida y encaminarte en eso. Si quieres escribir, escribe. Enciérrate todo el día y termina la novela. Ponte un horario, una meta. No salgas del cuarto hasta que hayas cumplido con un número de palabras. Enfócate. No es más.
Y finalmente se hizo silencio. 
Claro. Pero Antonio, niño, no todo es tan fácil como suena. Tú no tienes que soportar la mirada juzgadora, esa mirada de ojos de decepción que la familia lanza todo el tiempo. Me siento presionada, estancada, frustrada. No tengo trabajo ni estoy produciendo. Terminar lo que empiezo se me ha vuelto un deporte extremo. Vivo con la constante idea de que soy un fracaso ambulante… Y si fuera solo eso. No me hallo. No me concentro, y cuando por fin logro un poco de concentración, tengo que emplear mucho tiempo y mucha energía para mantenerla. 
Pero pregúntenme si dije algo de esto. 
No. 
Lo malo de ser como yo es que no puedes decir nada sin llorar. 
El nudo en la garganta no me dejó terminar de comer, por lo que me levanté de la mesa y corrí a encerrarme en mi cuarto, del que no salí hasta bien entrada la tarde. 
Con pereza entré al baño. Un balde me hizo caer en cuenta que ni siquiera tuve la sutileza de darle un poco de agua al pobre minino. En ese momento me sentí mal. Me sentí el peor ser humano del mundo. Entonces me levanté de un salto de la cama y bajé corriendo las escaleras. En la cocina cogí un plato y lo llené de agua. Pero al salir al patio no vi al gato por ninguna parte. Al verme intranquila, mi abuela me dijo que se había muerto, y el corazón me naufragó hasta los pies. Me dijo que lo encontraron todo tieso, tirado al lado del grifo con la manguera. 
No dije nada, pero lo sentí todo. 
Derrotada, aterricé en la mesa del comedor e introduje la cabeza entre mis brazos cruzados. Me sentí yo también moribunda, presa de una sed que no creo ser capaz de calmar.


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