Como bien dijo mi ángel, debo seguir mis corazonadas. Y algo me decía que tenía que servir a Japón. Tenía que ser, de alguna u otra forma, alguien en la nefasta sociedad actual.
Esa tarde me la pasé reflexionando acerca de mi porvenir. Tenía que tomar una decisión rápida y sabia, así que no se pueden tomar a la ligera… y eso era a lo que estaba acostumbrada.
Tenía una plumilla de escribir en la mano. No sé con exactitud donde fue que me la encontré, pero lo que sí sé es que la necesitaba para pensar. El palo que sostenía la pluma se chocaba con mi sien sudorosa y había poco viento. Antes había medio abierto la ventana, para por lo menos tuviera algo de fresco. No tenía ningún papel en el cual escribir, lo único que tenía era unas cuantas hojas de otoño que se habían colado por la claraboya.
Estaba pensando, ¿Qué pasaría si me arriesgara a ser guerrera?… Hmm, si lo fuera, enorgullecería enormemente a mis padres y el apellido Hakariyama quedaría bien representado. Pero, viéndolo desde otro punto de vista, estaría arriesgando mi vida y perdería a muchos amigos, ya que no sólo vencería en batallas ni ganaría dinero sino que también ganaría muchos pero muchos enemigos, los cuales para intimidarme, amenazarían con matar a mis amigos, a Keiko y hasta al propio Shimamura. Que dilema, pierdo amigos mientras gano enemigos.
Y por otro lado, ¿a Shimamura le gustará la idea? O sea, cuando le diga el disparate, tal vez me impida serlo. Bueno, igual es mi vida, no la de él.
Para empezar, primero tengo que ver si en este doyo permiten las mujeres guerreras… y ahí sí podría inscribirme para serlo, ¿no? Y esos vendrían siendo el primer y segundo paso. Pero, ¿y después?
Creo que más bien debo terminar los pasos uno y dos para pasar al tercero.
Cuando salí de la habitación, me digné a caminar por todo el pasillo principal nuevamente. Estaba repleto de samuráis cortejando geishas… prefiero mil veces que el pasillo esté lleno de samuráis a que esté lleno de ninjas… aunque si se supone que voy a ser guerrera, tengo que dejarle el miedo a los ninjas (ya que por si no lo han notado, ellos huelen el miedo, como las serpientes, de verdad que sí). Fruncí el ceño mientras veía a miles de hombres que tenían a unas doncellas mordiéndoles las orejas o tal vez besándolos en la boca… puaj, que asco…a mí me gusta besar y que me besen, pero eso de ver a otras personas haciéndolo, realmente me da mucho asco.
Bien, sigamos con esto. Estuve todo ese rato caminando por el largo pasillo, señores, evitando todo melosidad que se me acercara (me refiero a la porquería del momento). Bien, después de haber caminado más de un kilómetro (exagero, lo sé) me topé con Akemi. Ella vestía un kimono casi igual al mío, sólo que el de ella era sin ningún diseño. Me habló.
-Ah, hola. ¿En qué andas?
-Eh, en nada. ¿Por qué?
-No… esa es mi manera de decir “cómo estás”.
Fruncí el seño y ella sonrió. Estaba sin armadura, ya saben, la que le noté el primer día que la vi. Tenía el cabello suelto y el copete más abultado que de costumbre en la frente. Se le dibujó una pequeña sonrisa en los labios y después de meditar un breve rato, me miró.
-Eh… ¿te digo algo? Esa Ukai es una excéntrica.
-Opino lo mismo. ¿Qué hizo esta vez?
-Me dijo que no podía ser guerrera en este doyo.
Mantuve el ceño arrugado y entreabrí la boca; ¿Akemi era guerrera? Miré el suelo, recorrí las columnas del doyo y después volví a mirarla.
-¿Eres guerrera?
-Ah, sí. Supongo que no te lo había dicho, ¿cierto?
-No… no me lo esperaba. ¿Y qué se siente? Quiero decir, ¿cómo es ser guerrera?
-Bueno, toda mi familia ha sido guerrera; tuve una infancia marcada, ya que además de ser hija única, mi padre se desilusionó cuando nací. Como salí mujer, ya no podía ser samurai.
Silencio. Su mirada cayó hasta el suelo. Las mangas de su kimono jugaban con el viento y su pelo también. Luego, volvió a mirarme.
-Entonces tuve que ser guerrera, y desde pequeña me han metido en batallas y entrenamientos duros—continuó—. Nunca me preguntaron si quería serlo, pero igual me tocaba obedecer… tenía apenas trece años.
Noté en sus palabras un cierto grado de nostalgia. Sentí un poco de congoja y me lamenté. Al parecer ella estaba en una situación similar a la mía. Defraudamos a nuestros padres por el hecho de haber nacido mujeres, y nuestra única salida era el ser guerreras. Mi curiosidad se elevó de tal manera que seguí haciéndole preguntas.
-Y… ¿ahora te gusta ser guerrera?
-Ehmm, sí, ahora sí. Después que murió mi papá decidí retirarme un tiempo de esto pero ya me ves. Volví para luchar por Edo.
Pausó su sermón para pensar. No sé que tanto pensaría pero, lo que sí sé es que fue rápido.
-Pero ahora no puedo ejercer mi profesión aquí—siguió diciendo—. Ukai no me dejó serlo; me dijo que una mujer a estas alturas ya no tenía oportunidad de ser guerrera. Me dijo que porqué no probaba con lo de ser geisha… a lo que rotundamente me opuse. Qué tal.
-Ay, por Dios… esa Ukai… y eso, yo estaba pensando en porqué no ser guerrera.
Me miró con los ojos bien abiertos.
-¿Tú? ¿Guerrera? Bueno, no es por nada, pero…
No acabó la frase.
-¿A qué te refieres?—farfullé—. ¿Piensas que soy una gallina? ¿Que no podré hacerlo? ¿Es eso?
-¡No!, claro que no, Yoko. No quiero decir eso… lo que quiero decir es que para ser guerrera hay que tener un duro entrenamiento desde que se es pequeño… no es que de la noche a la mañana quieras serlo, la cosa no va por ahí. Tienes que tener tu propia hoja de vida de guerrera. Ahora que estás adulta, dudo mucho que te acepten.
Bajé la mirada. Supuse que lo que dijo era verdad y realmente no había pensado en eso. Ahora nunca seré como mi padre…
Pero ella siguió hablando.
-Aunque… tal vez si demuestras las aptitudes para serlo… a lo mejor y te acepten. ¿Ya consultaste en otros doyos? Porque la mera verdad, Ukai no te va a aceptar.
-No, aún no lo he hecho… ¿crees que tal vez en otro doyo me acepten?
-Posiblemente. Supongo que eres valiente, ¿no? ¿En verdad te le mides?
-¡Claro que sí! ¡Así podré enorgullecer a mi familia! Gracias Akemi…
Me fui de ahí sin decirle más nada. Ella, sin embargo, no me dijo nada. De hecho, quedó sonriente y orgullosa de mi decisión.
Caminé por todo el pasillo principal nuevamente, dispuesta a encontrarme con Ukai (¿perdón?, ¿yo dispuesta a encontrarme con esa?... ¡ni loca!).
Para mi fortuna y a la vez desgracia, Ukai estaba afuera, caminando en sentido contrario al mío. Se percató de mi presencia.
-Hola, Yoko—dijo—. Te noto preocupada.
-Vaya que sí… esto, me preguntaba… ¿Qué pasaría si yo le dijera que quiero ser guerrera?
Frunció el ceño y me miró con duda.
-Así que guerrera… pues, en este doyo no aceptamos esa clase de trabajos.
-¡Por favor! Es lo que mi padre siempre quiso cuando era pequeña…
Se sobó la barbilla, me miró fijamente y desarrugó el entrecejo.
-Bueno—siguió diciendo—, el señor Kinomoto es el que manda… y ya sabes que dicen… donde manda capitán no manda marinero.
-Sí… pero… ¿usted no podría hablar con él y decirle mi situación?
-Hmm, no—dijo finalmente.
Ese “no” lo dijo mirándome fijamente, supuse que para ver si lloraba. Pero no lo hice, ya que es obvio que si lloraba le estaría dando gusto.
-Bien. Se le agradece—dije desdeñosamente.
Salí de la alcoba dando un portazo. Pensé que Ukai se había dado cuenta del estrépito, de tan fuerte que lo lancé. Tenía rabia y a la vez tenía tristeza. El saber que no podía ser como papá me daba ganas de llorar –y no me importa si dicen que soy una llorona sin remedio—. Bueno, pues, para no darle el gusto a Ukai, no lloré. Cabe destacar que tenía las mejillas ardientes de la rabia y que mis ojos estaban aguados.
Pero… no me iba a rendir tan fácilmente. No, señores, Yoko Hakariyama no es así. No me rindo en el primer intento. Si mi meta era el ser guerrera, así se opusiera todo el mundo, iba a serlo. Me enjugué las lágrimas con la muñeca y corrí hasta mi habitación. Si en ese doyo no me darían la oportunidad, talvez en otro si me la puedan dar. Escribí en una hoja de otoño (que la verdad no sé como le hice) con la plumilla y un tintero que había por ahí: “voy a ser una gran guerrera como tú, papá”. Y me fui a la habitación de mis recuerdos de familia.
Allí, miré a todos lados y por último, la hermosa armadura de mi padre. Caminé lento y la limpié con un pañuelo que tenía en el bolsillo. Algo de polvo se me entró en la garganta y eso hizo que estornudara y tosiera mucho. Bien, después de limpiarla mucho, la saqué del armario en el que estaba y la coloqué en el piso; allí la terminé de sacudir y busqué en el mismo armario a ver si encontraba lo que papá se ponía debajo de la armadura (sí, ese kimono blanco, el igual al de Shimamura)… bueno, encontré un kimono pero no era blanco, era más bien negro. Un fúnebre negro, que no combinaba con la armadura reluciente, pero bueno. Ya que.
En cuestión de segundos, me desnudé (de nuevo) y me puse ese feo kimono negro. Las mangas me quedaron horriblemente grandes y me llegaba hasta la parte alta de las rodillas. Suspiré y me puse la pesada armadura encima. Para serles franca, no supe como ponerme la armadura, ni como acomodarme el kimono para que no se me viera por debajo de la armadura del pecho.
Pero para que sepan, logré acomodarla. Lo único es que… ¡no tenía pantalón!, no me lo había puesto, y el pantalón estaba tirado en el suelo. Me sonrojé y rápidamente me puse el pantalón. Fue algo difícil, ya que muy pocas veces he usado pantalón (mentiras, nunca he usado pantalón, pero esto era algo de vida o muerte. ¡Tenia que ser guerrera!). Bueno, después, salí de ese cuarto, no sin antes ponerme el casco de la armadura de las batallas, para que no me reconocieran, jeje. Me quedó grande, para mi suerte, eso sí, me había recogido el pelo para que no se notara por debajo del casco. Me dolían los senos porque me había puesto la armadura del pecho muy apretada, y las manos también (oh, Dios, creo que se me olvidó decirles que también me puse esa…esa… ¿cómo se llama? La cosa esa que rodea las manos y parte del brazo de un samurai…pues, ahora no me acuerdo del nombre, pero se lo puedo describir. Son como unos pedazos de tela gruesa que impiden que arma alguna hiera el brazo protegido. Rodea la mano y termina en el dedo del medio (corazón), en un anillo, dejando los demás dedos descubiertos. Era la misma tela que recubría el brazo de Shimamura, por si no sabían. Bien, ahora continuemos: ajá, estuve caminando hasta las afueras del doyo, para toparme con el mercado de la aldea. Estaba muy lleno, para ser exactos. Comparando con las otras veces que he venido a la aldea, esta vez sí que estaba repleto. Caminé lento y divisé que casi todo el mundo me miraba raro, en especial la odiosa señora Tamashiro, una señora vendedora que tenía fama de ser una chismosa loca. Bajé la mirada, la cual la había chocado con la de ella, que me estaba contemplando mordiéndose los labios y frunciendo el ceño. Aceleré el paso y di con un doyo casi igual de grande que el doyo Kohawa, sólo que el que encontré era más pequeño. Acomodándome el casco enorme, miré hacia arriba y tenía la palabra “Sakai” estampada en metal brillante en el borde del techo.
-Debe de ser el nombre del doyo—deduje, hablando para mis adentros.
Entré a paso lento y sigiloso en el doyo que supuse se llamaría Sakai, y no encontré a nadie. Esperé unos segundos y apareció una muchacha. Me recordó a Ukai, cuando la vi… tenía el pelo tan largo que le llegaba hasta el suelo. Vestía un kimono rosa con estampados blancos y amarillos y también llevaba un obi ajustado fuertemente a la cintura de color azul cielo.
Se dio cuenta que estaba allí, y frunció el entrecejo.
-Eh… ¿quién eres tú?—comenzó a decir, dirigiéndose a mí—, ¿se te ofrece algo?
Me tuteaba porque se percató de que era joven… pensé.
-Eh…—dije, aclarándome la garganta—, ejem, soy… soy Yoko Hakariyama, y vengo a pedir trabajo.
-Hmm, ¿y en qué piensas trabajar?—respondió la joven.
-Pues… quería ver si aquí dejaban… no sé, que yo fuera guerrera al servicio de ustedes…
Me callé. Estaba esperando su respuesta con ansiedad…
-Ah, eres mujer—murmuró.
Levanté las cejas y su mirada cayó por debajo de mi enorme casco para ver mi cara. Sí, se había dado cuenta que era mujer… pero, ¿Por qué caramba no lo había notado antes?
-Bueno, no soy nadie para tomar decisiones… eh, creo que te dejaré pasar. Así hablarás con el señor Jikenbo.
-¿Eh? ¿El señor Jikenbo?
Por supuesto, el tal Jikenbo debía ser el dueño del doyo ese. Sólo que me hice la que no sabía. La chica desconocida me hizo un gesto con la cabeza, diciendo que la siguiera. Yo, la seguí, claro. Me llevó hasta una habitación de brillante tatami, el cual fulguraba por la luz del día frío de otoño. Tocó a la puerta y abrió un hombre no mucho mayor que yo. Tenía puesto un kimono de camisa blanca con pantalón azul turquí y estaba mirando a la muchacha que estaba a mi lado, pero que en un abrir y cerrar de ojos, ya había desaparecido. Arqueé un poco las cejas por la sorpresa y noté que el tipo me estaba mirando. Subí la vista a tiempo para su mirada fulminante.
Me habló.
-¿Quién eres tú?
-Ehh… soy Yoko Hakariyama, hija del samurai Aoshi Hakariya…
-Sí, sí. Ya lo sé. Se nota, no des mas detalles.
Sí, soy muy detallista. Me quité el casco y mi cabello salió al aire. Estaba un poco esponjado pero, ¿y qué?... no me importó. El hombre entreabrió un poco la boca, pero no habló. Arrugué el ceño por la actitud grosera del hombre.
-Eh, usted debe ser el señor Jikenbo, ¿no?—pregunté curiosamente, aún con el ceño arrugado.
-Sí, así es. ¿Cómo lo sabes?
-La señorita que me acompañaba me lo dijo.
-Ah, la princesa Reiko. Ella no calla ningún detalle…
Sonrió, dejando ver una dentadura perfecta. Caramba, hasta ahora me desayuno. ¿Esa chica era una princesa?
-Ven… adentro—me dijo—. Supongo que vienes a conseguir trabajo, ¿no?
-Sí…
No tuve más para decir. Hizo una reverencia con las manos y me invitó a pasar. Era un despacho acogedor, cabe destacar. Tenía un kotatsu bien arreglado –no como el mío, que está en la habitación. ¡Es un desastre, señores!-, una mesa en el medio de la pieza con unos papeles organizados y una ventana al fondo. Había, también, un armario de madera en el que se guardaban los kimonos del que mandaba, en este caso, el señor Jikenbo, igual, el señor Kinomoto en el doyo Aebo tenía su propio armario.
-Guau, pero qué orden—dije.
-Gracias—musitó.
Me miraba de pies a cabeza. Su vista fría (si se puede decir, más fría que el mismo otoño) recorría toda la armadura, ahora no tan reluciente, que tenía. Me erizó la piel de un vistazo y bajé la mirada.
A paso lento, pero seguro, se dirigió a su mesa y se sentó. Organizó unos cuantos papeles sueltos y miró la madera de la mesa, buscando un tintero y una pluma. Yo lo seguí con la mirada y después volví a hablar.
-Y… ¿en este doyo dejan que una chica sea guerrera?
-¿A qué te refieres exactamente?—dijo, levantando la cara y mirándome fijamente a los ojos.
-Digo, yo… vine especialmente a trabajar como guerrera en este doyo. ¿Deja que una mujer lo haga o…?
Me callé.
-Bueno—comenzó a decir—, ¿de verdad crees que conseguirás esa oportunidad en este lugar?
Me quedé estupefacta. Éste tipo como que lo único que hacía era responder mis preguntas con más preguntas.
-Pues… no exactamente. Quería ver si se me ofrecían oportunidades en otros doyos, ya que en el mío no me dejaron serlo.
-Ajá, ya veo. ¿De qué doyo vienes?
-Bueno, nací en el doyo Kohawa, pero ahora mismo estoy en el doyo Aebo, ya que se incendió.
-Hmm, sí. Supe de esa noticia. Pero tenía entendido que no hubo sobrevivientes…
-Pues fíjese que fui la única superviviente.
-Claro, tenía que ser una Hakariyama—dijo, riéndose entre dientes.
No me causó gracia en lo absoluto. Todo lo contrario, me puse todavía más seria; mordí los labios con frustración, algo me decía que éste viejo no me iba a aceptar… como lo hizo Ukai. Me recordaba tanto a ella… sus comentarios sarcásticos, sus preguntas irónicas, su tonito burlón… ay, Dios. Ese hombre era como la versión masculina de Ukai y Ukyou juntas.
-¿Y? me va a aceptar sí o no…
-Pues…empezando por el hecho de que eres mujer, no puedo aceptarte.
-¡¿Qué?! ¿Pero y qué rayos tiene que ver que sea mujer? ¿Acaso nosotras no tenemos la misma fuerza que un hombre? ¿Cree entonces que somos unas incapaces?
La sonrisa se le borró de la cara.
-No, yo en ningún momento dije que eran incapaces. Lo único que digo es que las mujeres no merecen ese tipo de trabajos. Deberías saberlo, Hakariyama.
-Pero… pero… ¡puedo demostrarle que soy capaz! ¡Yo puedo hacerlo! ¡Sólo déme dos días!
-No… lo siento, no puedo. Es la ley, Yoko.
Las lágrimas volvieron a aparecer. Bajé la mirada otra vez y cayó en la madera del escritorio y cerré fuertemente los puños. Quería estallar, señores, pero así le estaría demostrando a Jikenbo que era débil. De todos modos, no le iba a seguir rogando.
Aguantando las inevitables ganas de llorar, levanté la cara y lo miré fijamente.
-Bueno—dije al fin—, si ustedes no me dejan, entonces veré en otros doyos. Y no descansaré hasta ser una gran guerrera.
-Me temo que no podrás lograr tu cometido. A estas alturas, no te dejarán ser lo que quieres. Esa ley que permitía a las mujeres ser guerreras fue abolida hace dos años. No creo que te acepten en otros doyos, Yoko… lo lamento mucho.
-¡No me importa! ¡Así me toque caminar todo Japón encontraré un doyo en donde sí acepten mujeres capaces!
Golpeé ambos puños en la mesa, recogí mi gran casco y me largué de allí, con las mejillas ardientes de ira. Caminé a paso furioso y mirando hacia atrás de vez en cuando. Como no miraba bien para adelante, me choqué sin querer con la princesa Reiko, que volvía para ver como me había ido. Estaba con una sonrisa radiante y mirándome a los ojos, que estaban aún llorosos.
-¡Yoko! ¿Cómo te fue?
No respondí. La sonrisa se le borró del rostro cuando me vio a punto de llorar. Comprendió que no me había ido bien.
-¿No te aceptaron?
Abarrotada por la tristeza, me puse el casco, sin recogerme el cabello. Mis puños se conservaban cerrados y duros. Reiko trataba de consolarme.
-Vamos, no te entristezcas… ya verás que pronto te aceptarán en otro doyo… no te rindas.
Las lágrimas brotaron en cuestión de segundos. Caían por las mejillas y llegaban hasta la barbilla. Caí arrodillada en el suelo y eso hizo que Reiko se intranquilizara. Cuando me di cuenta del llanto, me limpié raudamente, para evitar que Reiko no se preocupara, pero ya lo estaba haciendo.
-Yoko…
-Ya, está bien. No pasa nada… no me aceptaron, ¿y qué? Al cabo que ni quería.
-Oh, Yoko…
-Por favor, ¿quién necesita de la piedad de gente como él? Yo no—dije, amargamente—. Apuesto que este doyo está falto de samuráis… y que está al acecho de muchos ninjas…
-Yoko…
Reaccioné después de muchos minutos. Reiko no hacía más que repetir mi nombre, alterada y a la vez acongojada. Me puso su cálida mano en mi antebrazo, y me acarició suavemente. Las lágrimas ahora caían gruesas y llegaban hasta mi boca. Apreté los labios, tragué saliva (y también una que otra lágrima); estaba destrozada…
-Bueno… eh—observó Reiko—, no puede ser tan malo, ¿eh? ¿Sabes? Hay muchos otros empleos…
-¡¿Ah, sí?! Claro, hay muchos mas empleos… hay tantos empleos como personas del talante de éste—luego, la miré fijamente—. ¡Yo no seré geisha! ¡Por ningún motivo!
-No me refería a “ese” empleo… eh…
Se enmudeció. No supo más que decir.
-¡Lo único que quiero es ser como mi padre! ¡Es que acaso nadie está de acuerdo conmigo…!—farfullé—, ¡lo único que ven para las batallas, además de sus narices, claro, es que seamos hombres y…!
-¡Yoko, ya por favor!
Reiko me calló, poniéndome su dedo índice en la boca.
-Ya basta—siguió diciendo, quitándome el dedo—, el señor Jikenbo te va a escuchar…
-Que me escuche… se lo merece… por petulante.
El nudo en la garganta se me hizo más grueso. Ahora se me dificultaba hablar, y la respiración se hizo más agitada.
Señores… creo que para ser lo que uno quiere, uno tiene que ganárselo, así sea con sangre. ¿Saben que pienso? ¡Que lo que hay que hacer en doyos como éste es nada más y nada menos que cambiarnos de sexo! Como que no quieren a las mujeres sino para… ¡para eso y nada más! Dios, claro, tenía que ser hombre el Jikenbo ese…
Bueno, después de escuchar las palabras de Reiko y que ella escuchara las mías y viceversa, me puse de pie y me enjugué las lágrimas de nuevo.
Oigan, y hablando ahora de cambiar de sexo, ¿saben qué hice después? A que no se imaginan…
Pero no les puedo adelantar nada… lo siento.
Dejé a Reiko con las manos en el pecho y mordiéndose los labios, y me dirigí a las afueras del doyo Sakai (que por cierto no pregunté si ese era el nombre del doyo o no…). Caminé rápido y mis pies en las sandalias se vieron envueltos en arena. No quería pensar en nada… sólo quería consolar esa ira en el cuarto de mi familia.
Y así lo hice. Me fui directamente al cuarto de papá. Estaba un poco sucio por el polvo que sacudí de la armadura que aún llevaba puesta. Tosí y levanté la mano, en un intento por despejar el sitio del polvo. Caminé torpemente hasta un armario (en donde se guardaba la armadura), allí me aferré a él y lloré.
-Papá… perdón—dije para mis adentros—, nunca voy a poder ser como tú…lo lamento…
Las lágrimas hacían ver brillante la madera del armario. Inmediatamente, me enderecé, limpié las lágrimas por tercera vez consecutiva y me mordí el labio. Quería suicidarme, como cuando caí de bruces en el suelo arcilloso el día del incendio de mi doyo…
En eso, sentí que se rodó la puerta.
Era Shimamura.
-¡Yoko! Con que aquí estas… te estaba buscando y…
Notó que estaba llorando porque me volví para darle la cara, que estaba temblorosa. Tenía lágrimas en las esquinas de los ojos… y en el labio y las mejillas también.
-Oh, por todos los cielos, Yoko… ¿porque estas llorando?
Se acercó rápidamente y me derrumbé en su pecho protegido por la armadura estaba muy preocupado, se notaba; entrecerré los ojos me acurruqué en su hombro. Mis brazos se deslizaron por su espalda y buscaron sus hombros como punto de apoyo. Puso su mano en mi cabeza, acariciándome y diciendo:
-Yoko… ¿Por qué estás llorando?
-Por nada, tranquilo—respondí—. No te preocupes, sólo tuve un mal momento.
-Nadie llora por nada, Yoko…
Me acordé que no le había contado lo del disparate de ser guerrera. Así que aproveché la oportunidad.
-Oye… no te había contado—dije, soltándome de sus gruesos brazos—. Estoy llorando porque quiero ser guerrera.
Levantó la ceja y puso cara de no entender nada. Creo que en esa última frase soné un poco melodramática. Ese no era el motivo real de mi llanto.
-¿A qué rayos te refieres con eso de que quieres ser guerrera?—musitó.
-Bueno… papá siempre quiso que fuera alguien en la vida… y se decepcionó mucho el día que nací, ya que nací mujer. Él quería que fuera hombre para que (además de llamarme como él) fuera samurai. Él siempre lo quiso. Quería darle ese orgullo, pero…
El llanto volvió al ataque.
Antes de hacer algo, me refugié de nuevo en el hombro de Shimamura. Éste, sin decir nada aún, me abrazó con más fuerza. Supuse que mojaría su kimono con tantas lágrimas que eché.
-Yoko… sea cual sea el motivo de tu llanto, no llores más…
Abrí los ojos de par en par. Alcé la mirada a tiempo para ver el brillo de sus ojos. Pensé que quizá también le habían dado ganas de llorar. Me miró fijamente y habló con un pequeño toque de dulzura.
-Yoko…
-Shimamura… quiero ser como mi papá.
-Con razón estás con esa ropa…
Cerré los ojos e hice una mueca con la boca.
Me aferré más al pecho de él y éste me abrazó todavía más fuerte.
-Vamos, Yoko, a estas alturas no puedes ser guerrera—susurró—. Debiste empezar desde que naciste, desde pequeña tenías que haber empezado el entrenamiento… ya ahora no puedes serlo, así, de la noche a la mañana…
-Pero… pero…, fue ahora que me percaté que mi destino es el ser guerrera… fue… ¡fue ahora que me mostraste el cuarto de los recuerdos de papá!—dije, tajantemente.
Se quedó boquiabierto. Me solté y le dije que se marchara. Se enderezó y salió del sitio, con un poco de confusión. No dijo nada para no hacerme enojar (¡qué milagro!). Apenas salió, caí de rodillas al piso y lloré con ganas.
Un estremecimiento me recorrió toda la columna vertebral. Me encogí de hombros por el frío y sacudí la cabeza, tratando de borrar las ganas de llorar de mi mente. Bajé la mirada y observé la hoja de árbol en la que había escrito: “voy a ser una gran guerrera como tú, papá” con tinta, aún fresca. Si sólo hubiera salido hombre…
-Haber salido hombre… ¡cielo santo! ¡ESO ES!
Me levanté raudamente y una sonrisa se me dibujó tiernamente en el rostro. ¡Lo único que tenía que hacer, era ser hombre! Claro, ahí estaba la respuesta.
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