Y si piensan que esto ya está tomando el mismo camino de alguna película, quiero decir, si ahora mismo están pensando que esto se va a volver una imitación barata de Mulán, pues déjenme decirles que… ¡NO!
Entonces, sigamos con esto. ¿Quieren?
Bien, estaba ahí, como una pobre idiota, parada con los ojos centelleantes de la felicidad. Supuse haber alcanzado el Nirvana, señores. Estaba en el mundillo… (Es la segunda vez que utilizo esa palabra).
Rápidamente, busqué por allí a ver si encontraba otra camisa qué ponerme (sí, porque no iba a ir de nuevo al doyo Sakai con la misma ropa… por lo menos para que no se dieran cuenta que soy yo) que sería, no negra, sino azul turquí, y luego, me la puse y me acomodé la armadura que tenía puesta –sí, aún no me la he quitado-, me amarré el pelo en una coleta que había por ahí y lo sujeté de tal manera que no se viera a través del casco.
Me miré en un espejo y parecía un hombre de verdad. Modelé delante del espejo, viéndome desde todos los ángulos. Juzgando por las apariencias, me veía muy “apuesto”
Enseguida salí de la habitación y emprendí camino de regreso al doyo Sakai. En el camino me topé con Yasuhito, que estaba muy sonriente. Vestía un kimono de camisa blanca y pantalón rojo y tenía encima la misma armadura que yo –sólo que la mía me hacía ver como un tanquecito y la de él… ah, sencillamente no-. Tenía una taza de té en las manos.
-Hey, ¿tú quien eres, eh?—preguntó, dirigiéndose a mí.
-Eh… ¡soy yo, Yoko!
Levantó las cejas sorprendido.
-¿Y qué haces con esa cosa puesta?—dijo tomándose un sorbo de té.
-Es que… bueno, he decidido ser guerrera.
Escupió el té, sobresaltado, todavía más sorprendido.
-¿Qué? ¿Sabes de verdad a lo que te estas enfrentando?
Me agarré el casco y lo eché más para abajo, tapándome los ojos de los de él.
-Sí… sí que lo sé.
-Eso generalmente acobarda a las mujeres…
-Ay, no. ya escuché eso antes—dije, volteando los ojos—. Que por ser mujer no voy a ser capaz de enfrentarlo y bla, bla, bla…
-Ah, ¿sí? ¿Y aún así no te da miedo?
Volví a poner la mirada en la suya.
-No, para nada. Es más, me emociona más el saber que puedo enfrentar ese peligro yo sola.
-No me parece que te confíes tanto, Yoko querida.
Se limpió un poco el té que le cayó en la camisa y la armadura, sin dejar de mirarme.
Volvió a tomar un sorbo, mirándome con mayor recelo.
-¿Y se puede saber por qué vistes esa gruesa armadura?—preguntó.
-¿Eh?
Lo miré levantando una ceja. No supe que quiso decir pero le respondí de todos modos la pregunta.
-Bueno, como no me aceptaron siendo mujer—empecé a decir—, he tomado la decisión de mi vida: voy a hacerme pasar por hombre para llegar a ser como papá.
-Ah, claro.
Ese “Ah, claro” sonó despectivo y obviamente dudoso. ¿Por qué habría dicho eso?
Nunca lo supe.
En ese momento, me despedí inmediatamente de él y salí del doyo Aebo, no sin antes decirle y recordarle que le dijera mi propósito a Shimamura. Me despedí con la mano y al fin salí.
Afuera hacía bastante frío, recuerdo bien. A pesar de tener la armadura, el frío me penetraba por los pantalones y me helaba de una manera impresionante.
Entonces, para no entrar más en detalles, me propuse ir al doyo Sakai (creo que ya lo había dicho). Caminé de nuevo por el bosque frío y salí a la aldea, que ahora no estaba tan llena. La señora Tamashiro todavía seguía ahí, chismoseando, y cuando salí del bosque, me miró con gusto y curiosidad. Me hizo un mohín con la boca que supuse quiso decir “uyyy, lindo, ven aquí… guapetón”. Hice un gesto de asco y seguí caminando, hasta llegar al doyo nombrado ya muchas veces.
Entré inmediatamente, como perro por su casa, y busqué alguien para registrarme ahí.
Nadie apareció, no como en la primera vez que vine, que la princesa Reiko apareció a mi encuentro. Ahora no estaba.
Me cansé de buscar y me senté en una gradilla.
Después de un rato, apareció alguien. Creo que se trataba de una chica.
Se percató de mi presencia y se sobresaltó un poco.
-¿Quién está ahí? ¿Te conozco?
-Eh—aclaré mi garganta y simulé voz de hombre, espeté el primer nombre que se me vino a la cabeza—: Soy… ehmm, eh… ¡Yukio! Sí… Y-Yukio A...Aoyama.
-¿Yukio? ¿Y qué es lo que buscas?—dijo la joven, ahora menos tímida y acercándose un poco más.
-Sólo vengo a pedir trabajo, señorita.
La joven me miró con ternura. Supuse que me vio chiquita. Estaba chiquita, pero de la pena.
La chica notó mi rubor en las mejillas y sonrió.
-Bueno, si quieres puedes pedirle permiso al señor Jikenbo…
-Sí, con ese era el que quería hablar—susurré entre dientes.
-¿Eh? ¿Acaso ya le conoces?
La chica era muy bonita. Estaba un poco bronceada y tenía el pelo algo castaño. No parecía de por aquí. Tenía un kimono azul celeste, sujeto a la cintura por un obi amarillo pollito, con una cuerdita que hacía también juego (recuerdo que era verde limón…). Ah, y tenía los ojos algo claros, como mieles.
-Por si acaso—siguió diciendo—, mi nombre es Yakumo. Yakumo Habame.
La miré a los ojos y noté que se había sonrojado.
En eso, decidí que iba a hablar con Jikenbo.
-¿Podrías… llevarme con Jikenbo, Yakumo?—murmuré nerviosamente.
-Claro que sí. Para eso estoy aquí, Yukio.
No me acostumbraba a mi nuevo nombre. En eso, se acercó y me cogió la mano derecha. Conservaba su sonrisa y yo me apenaba cada vez más. Caminé largo rato detrás de ella, y me extrañé cuando pasamos el despacho del susodicho.
Abrí la boca una vez más.
-Hey, Yakumo… ¿el tipo ese no está aquí?
-Eh, no. creo que no, él salió hace rato y dudo mucho que esté ahí… debe estar hablando con la princesa Reiko.
Recordé enseguida los consuelos de Reiko, que quizá se quedó preocupada por mi estado, pero no me detuve a averiguar. Yakumo me tenía aún prendida de la muñeca, cosa que me hacía raras cosquillas. Trataba de esquivar su mirada, viendo a todos lados.
Finalmente, llegamos hasta la habitación de la princesa Reiko. Estarían ella y el Jikenbo. No supe de qué hablaban. Entreabrimos la puerta y tratamos de escuchar lo que decían.
-Pero… le hubiera dado una oportunidad, señor—dijo en voz baja Reiko.
-No. Era mujer, así que me vi obligado a decirle que no—repuso Jikenbo.
-Pero… mire, me pareció que era una buena chica. ¿Por qué entonces no le da una oportunidad para que entrene aquí, por lo menos?
-Ya te dije que no, y además ya es tarde para decirle. Se fue iracunda de aquí y no creo que quiera verme.
Aún estaba iracunda, pero me calmé un poco al saber que la princesa me estaba defendiendo. Al parecer le caí bien. Las mejillas se me conservaban ardientes, Yakumo todavía no soltaba mi mano y después cerramos la puerta.
Luego, Yakumo me volvió a hablar.
-Oye, ¿crees que podrás esperar? No debe tardar ya, te aseguro que ya va a salir.
-Sí, desde luego que sí.
Bajé la mirada de nuevo, no quería mirarla a la cara. Me parecía tan inocente… (Creo que no tuvo sentido esa última frase…). Bueno, en fin. Después nos sentamos en el tatami del suelo –ay, por Dios, yo no hago más que decir “no sé qué del tatami de esto, no sé cuándo del tatami de aquello, ¡todo es con el bendito tatami!-, y de inmediato, como por arte de magia, surgió una conversación. Creo que ya había química entre nosotras.
-Y… ¿en qué trabajas aquí?—pregunté como toda buena enemiga del silencio, tratando de poner algún tema de conversación.
-Bueno, soy la que sirve el sake. Y además… soy fiel servidora de la princesa. Soy como su criada.
Vaya, tenía el mismo empleo que yo, pero obvio no podía decirle eso, porque después sospecharía que soy mujer y se formará un desastre, y me despedirán como zapato viejo y después perdería también el empleo en el doyo Aebo y así Yakumo le iría con el cuento a Jikenbo y… bueno, ya basta de tantos “y”.
Ya saben lo que pasaría si le va con el chisme a Jikenbo, ¿no?
Dibujé una sonrisa que más bien parecía una mueca bien hecha.
-Ah, ¿sí?, en mi caso, yo vine aquí especialmente para que me aceptaran como… -no podía decir “guerrera”, tenía que decir “samurai”-como… ¡samurai!, sí, eso.
-Hmm, ya. Ahora lo que tienes que hacer es esperar a que el señor salga y te acepte.
Mi sonrisa se extendió, pero de la malicia. Quería dejar al tipo ese con la boca abierta. Pero, ¿cómo? No sabe que soy Yoko, sino Yukio. Pero igual me dará gusto… jeje.
Estuvimos un largo rato sin saber que decir ninguna de las dos. Acostumbraba mover el pie en señal de nervios, y en ese momento lo hice. A Yakumo le hizo un poco de gracia. Con las manos se tapaba la boca, como para que no notara que se estaba riendo.
Luego de unos cuantos minutos, vi que se me acercaba, me ponía las manos en el pecho cubierto por la armadura y ponía una cara como que de “bésame”.
Me petrifiqué.
-¿Te pasa algo, Yukio?—preguntó.
-¿Eh? ¿A mí? No, nada.
-¿Entonces por qué estás con esa cara?
-Es la única que tengo—dije acordándome de Shimamura.
-Ah… ¿en serio no te pasa nada?
-No, desde luego que no.
Sus labios brillaban, como si se hubiera echado alguna especie de pintalabios, pero transparente. Evité sus ojos y la empujé suavemente para que se sentara y no me atosigara más.
-Eh… bueno, creo que no deberían vernos así… tan juntitos, ¿no crees?—dije poniéndole las manos en los hombros.
-Ah… sí. Claro. Lo lamento—dijo ella, retrocediendo hasta caer en el suelo.
Hubo luego un incómodo silencio. Apreté los labios y de pronto se abrió la puerta del cuarto de la princesa. Salió primero Jikenbo, quien vestía la misma ropa que le vi y detrás de él, la princesa Reiko, con el mismo kimono rosa.
Abrí bien los ojos y me oculté detrás de Yakumo. Ésta, le habló de una vez al Jikenbo.
-¡Señor Jikenbo!
-¡Ay! Yakumo, no sabía que estabas ahí.
-Eh… perdone que le interrumpa, pero es que éste joven—dijo señalándome—, Yukio, vino en busca de trabajo… quería hablar con usted.
-Ah, ya. Bueno, dile primero que salga de su escondite y que pase a mi oficina.
-Ah… ehmm, sí.
Salí de detrás de ella con la cara colorada de la vergüenza. Bajé la mirada y me bajé el casco también y en esas condiciones, pasé al despacho del tipo.
Yakumo se había quedado afuera, esperando a que saliera.
Cuando entré, Jikenbo estaba de espaldas a mí. Cuando me sintió, giró el rostro y dibujó una sonrisa hipócrita.
-Hmm, tú debes ser Yukio…
-Sí, sí soy. Yukio Aoyama para servirle—dije recordando mi nuevo apellido.
-¿Y qué te trae por acá?—dijo acomodándose en el edredón de su sillón.
-Bueno, vengo buscando una oportunidad de trabajo. ¿Necesita samuráis, señor?
Hubo un breve silencio.
-Pues—empezó a decir—, veamos. ¿De verdad quieres ser parte de este doyo? Para eso tienes que atenerte a algunas condiciones…
-Eh… ¿y qué clase de condiciones, señor?
Se frotó la barbilla y entornó los ojos oscuros en los míos.
-Condiciones como estar al servicio del doyo las veinticuatro horas del día, serme fiel, obedecer a todos los mandatos de la princesa, ayudar en lo que se pueda…
Suspiré aliviada. Creí que se trataban de otras condiciones, como abandonar mi doyo y venirme acá o algo por el estilo.
-Sí, debe ser fácil—pensé—, sí, acepto, señor.
-Pero no te estoy pidiendo matrimonio—dijo con una sonrisa en el rostro.
Levanté las cejas y me sonrojé aún más. Miré a ambos lados, buscando palabras para decir.
-Para ser un samurai, tienes una carita de niña que no te gana nadie.
Me bajé más el casco, encubriendo más mi rostro.
-Bueno—continuó—, vamos a ver si aguantas. Bienvenido al doyo Sakai.
No supe que quiso decir con “vamos a ver si aguantas”, y me largué de allí, sin esperar una respuesta. Rodé la puerta y salí. Jikenbo al parecer, se quedó adentro, organizando unos papeles.
Afuera, Yakumo me sorprendió con un abrazo.
-¡Ay, Yukio! ¡Qué bien! Escuché todo y… ¡sé que te aceptó!
-Ah, ¿sí?—repuse, tratando de soltarme de sus brazos que me apretaban el cuello.
Se soltó despacio y concentró su mirada en la mía. Estaba ruborizada completamente. Yo me ruboricé, no por estar ella ahí enganchada (sí porque después dicen que una es del otro bando), sino porque tenía los labios muy cercanos a los míos. Se separó lentamente y me miró con entusiasmo.
-Oye…—dijo con voz temblorosa—, ¿me acompañas? Voy a ir a la cocina… ¡ven conmigo! ¿Sí?
-Ehmm, sí, está bien.
La seguí por todo el pasillo principal que daba a la cocina. Ella iba adelante, con su cabello casi castaño revoloteando por los aires. Deseé tener esa melena, señores… era tan frondosa…
Bueno, continuemos con esto.
-Oye, ¿oíste lo que dijo Jikenbo…?—dije sin terminar la frase.
-Señor Jikenbo—interrumpió ella mirándome de reojo.
-Bueno, eso, el señor Jikenbo, ¿oíste lo que dijo? “vamos a ver si aguantas”… ¿qué rayos habrá querido decir con eso?
-Pues, la verdad no recuerdo si escuché esa frase, pero… tal vez te va a poner en duro entrenamiento, como lo hace con cada samurai nuevo.
-¿En serio? Vaya…
Miré el suelo y rápidamente miré de nuevo el rostro de ella. Estaba con los ojos brillantes, y la verdad no se de qué. Dibujó una pequeña sonrisa y los labios le seguían brillando.
Luego de entrar a la cocina, vi que le habló a una señora cocinera, tan gorda como la del doyo Aebo. Tenía una especie de kimono azul con el delantal anudado a la altura de la cintura; por encima del delantal, se le salía la grasa acumulada en la barriga, cosa que daba, además de asco, ternura (¿porqué será que esas señoras cocineras tenderán a ser gordas y rechonchas?). Digo ternura porque hay veces que me parecen lindas las señoras esas, pero lindas en el buen sentido…
Bueno, vi también que Yakumo se alejaba de la señora esa, ahora sonriente, y se acercaba a mí. Levanté las cejas, a lo que ella respondió arrugando ligeramente el entrecejo.
-Ehh, ¿Qué fue lo que le dijiste?—le pregunté.
-Bueno, le dije que eras nuevo, y que eras simpático.
Me sonrojé.
-Yukio, me pareciste lindo desde que te vi la primera vez… ¿yo no te parezco linda?
Me petrifiqué de nuevo. ¿Linda? Bueno, sí, Yakumo era una preciosidad… pero, viéndolo desde mi punto de vista, o sea, no soy hombre, no soy nadie para decirle que es linda… o lo que ella espera que le diga, que sea una “mamacita”…
-Bueno, yo—empecé a decirle—. Sí, eres…eh, linda…
Se sonrojó inocentemente. Una pequeña sonrisa se le dibujó en el rostro. Cada vez que decía algo, se sonrojaba.
-Gracias por el cumplido…creo—dijo.
Se enderezó un poco, sin quitar sus ojos de los míos. ¿Realmente le gusto? Eso tendría que averiguarlo… Dios, ¡soy una mujer! ¡Ella también! No soy… ¡de esas!
Es decir, no voy a ilusionar a una chica. Sé lo que se siente no ser amada, y supongo, señores, que ya ustedes saben a qué me refiero.
-Ehmm, bueno—dije—, eh, creo que…deberíamos irnos de aquí.
-Está bien, lo que digas (ay, Dios).
Caminamos pues, y salimos de la cocina. Nos fuimos a la que sería mi nueva habitación, que tenía dos camas –bueno, bueno, yo les llamo camas a esas sábanas que se encuentran tiradas en el suelo… ¡¿tiene algo de malo eso?!-. Ella estaba detrás de mí, y yo aún estaba sonrojada. Después de todo, tenía que lidiar con aquella carga, ¡el tener que ver que ya enamoré a una mujer y no al tonto de Shimamura!
Corrí la puerta y me encontré esas camas. Miré su cara y se sonrojó, y después bajó la mirada. Levanté una ceja, suspiré y las dos pasamos al cuarto. Estaba un tanto desordenado, supuse que porque no lo habían limpiado o algo así…y divisé que alguien más dormía. Era un hombre.
Me petrifiqué por tercera vez consecutiva. ¡Voy a dormir con un hombre! Oh, Dios, cielo santo.
Me puse la mano en el pecho protegido y abrí la boca, pero no para hablar, sino para respirar. Me agaché un poco y Yakumo se preocupó.
-Eh, Yukio, ¿estás bien?
-¿Eh? ¿Yo? Ah… sí, estoy bien. Perfectamente.
Me agarró preocupada el hombro y frunció ligeramente el ceño. No soné del todo convincente.
-Eh, bueno. Entonces, si estás bien, pues, esta es tu nueva habitación—dijo—. Aquí dormirás con Yuuto Shinobu, un samurai.
-¿Ah, sí? Vaya, qué calidad…
Recuperándome del susto, me incorporé lentamente. El tal Yuuto estaba mirando a otro lado, con los ojos cerrados. Tenía una especie de kimono blanco, y al parecer tenía el pelo corto, como Yasuhito (sí, Yasuhito tenía el pelo muy corto comparado con el de Shimamura). No voy a describir más de aquel tipo, ya que a duras penas veía que era hombre. Bien, después de haberme incorporado, Yakumo volvió a hablar.
-Oye, ¿en serio estás bien? ¿No quieres que llame al curandero de por aquí?
-¡No! no, no es necesario… gracias de todos modos—resoplé.
Abrí bien los ojos, ella se había asustado un poco. Tenía las manos en el pecho, acurrucadas.
-Eh…bueno, no quise asustarte, ¿eh?, pero… es que…
-Descuida—me interrumpió—, ya qué. Bien, ¿quieres estar solo?
-Sí, por favor.
-Bueno… entonces te dejo. ¡Nos vemos!—dijo enérgicamente y se fue.
Al parecer, no quería molestarme. Pero no me estaba molestando si es eso lo que piensan, señores. Luego, la perdí de vista. Me adentré en esa habitación y me escurrí por las sábanas de mi nueva cama. Noté que el muchacho de la otra cama se había levantado. Mi cuerpo se heló por completo; sentí nervios y tragué saliva tres veces (las mismas veces que me petrifiqué… jejeje)
El muchacho se quedó mirándome, y yo me sonrojé otra vez. Miré a todos lados buscando palabras para decir, pero el muchacho habló primero.
-Eh… ¿eres un nuevo samurai?
-¡Sí! Lo soy—respondí.
Apreté los labios y me quité la armadura pesada. Como el kimono me quedaba grande, no se notó el relieve de mis pechos. Me quité el casco enorme que tapaba mi linda carita (linda… ¡ja!). No se notó que era mujer… si es eso de lo que se preocupan, ya que tenía el pelo recogido y el rostro lo tenía algo sucio.
-¿Y eres de por aquí?—me preguntó—, con ese acentito pareciera que fueras de otro lado…
-Bueno, sí. Soy del doyo Kohawa.
-Tenía entendido que en el incendio de ese doyo no habían quedado sobrevivientes…
-Sí, fui el único. Qué cosas, ¿no?
-Ajá—dijo frunciendo el entrecejo—. Pareces raro, chico, pero me agradas.
Sonrió y dejó ver una dentadura perfecta. Bajé la mirada y cayó hasta el suelo… estaba como una perfecta idiota, sólo que en versión masculina.
Yuuto no dejaba de mirarme, y levanté la vista a tiempo para ver el brillo de sus ojos, que estarían mirándome. Miré a todos lados buscando palabras para decir, otra vez… sin éxito. ¡Siempre que trato de hablarle a alguien me pongo exageradamente nerviosa!
La ventana de la habitación estaba abierta. Aunque tenía el kimono largísimo de mi papá puesto, me daba algo de frío, a quién no, a ver. Yuuto se levantó y medio cerró la ventana. Dio un gran bostezo y se escabulló otra vez en las gruesas sábanas. Supuse entonces que aún tenía sueño. Me restregué un poco los ojos y concluí que también tenía sueño. Apoyé mi cabeza en un envoltorio de sábanas (la almohada) y cerré los ojos; no sabía si esto de verdad haría orgulloso a mi papá… si esto que estoy haciendo limpiaría el apellido Hakariyama, o si en cambio lo ensuciaría más…
La verdad no sé. Por una parte me sentía realizada, pero por otra sentía que me moría…quiero decir, no sé si en verdad estuve haciendo lo correcto o por el contrario tomé la decisión equivocada.
Bien, al parecer tenía ese complejo emocional. Me dormí, al fin, y Yuuto también se había dormido.
Y para que sepan, el Jikenbo sí que me puso de verdad a prueba. Me puso “duras” tareas, tales como cargar palos que tenían en cada punta un par de baldes con los hombros y sin manos a plena luz del día, nos ponía a practicar puntería, con el arco y la flecha; yo era la que peor lo hacía. Todos los samuráis (no se respeta edad, viejos y jóvenes) me miraban frunciendo el entrecejo y hasta riéndose. También nos ponían a practicar con la espada, cortando a un muñeco de trapo que nos ponían al frente. Otra prueba era la culinaria, teníamos que saber cocinar (y no recuerdo qué tenía que ver la cocina con lo de ser samurai, pero era la que mejor cocinaba).
Y por último, nos pusieron a cuidar a una mujer. Todos los demás samuráis ya tenían pareja. Yo miraba a todos lados a ver si se acercaba una, rogando al cielo que fuera la que sea menos Yakumo…
Después de un rato apareció Yuuto.
-¡Uyyy Yukio! ¿Sabes a quién me toca cuidar? ¡A la chica más linda del doyo Sakai!—dijo golpeándome suavemente con el codo—. ¡Me voy a cuidar a la princesa Reiko!
Me alegré por él pero no mencioné palabra alguna. En sus mejillas se notaba cierto rubor pero que no parecía exactamente de amor. O talvez sí…
Y adivinen a quién me tocó cuidar a mí… sí. A Yakumo. Como deberán saber, Ella estaba de lo más alegre. No dejaba de sonreír y ruborizarse, sin soltarme las manos. Saltaba de aquí para allá y de allá para acá… me tenía mareada, señores.
-¡Ay, qué alegría, Yukio! ¿No la sientes? ¡Vamos a dormir juntos esta noche!—gritaba emocionada.
-Sí…, sí que me alegro—decía yo, sin ánimos.
Yakumo estaba sonrojada, y tenía las manos en la parte superior del pecho. No dejaba de mirarme y sonreír. Esa era la común risita nerviosa que demostramos las mujeres cuando estamos enfrente de alguien que nos gusta… ¡Jesucristo! Dios, yo a Yakumo le gustaba, y eso no estaba nada bien. ¿Cómo pudo enamorarse de mí tan rápido?
Excelente pregunta.
Señores, fue un cuento para que Yakumo se durmiera. Estaba realmente extasiada con el hecho de que estaba ahí, cuidándola. Yo mantenía mi casco cerca de mi nariz, o sea, tapándome la cara. Ella, dichosa. Y en esas estábamos, cuando hizo algo que… ¡me traumatizó de por vida!
-Oye Yukio—dijo irguiéndose—. ¿Sabes? Desde el momento en el que te vi, sentí mariposas en el estomago. Al parecer me gustaste, es más, me gustas. ¿Yo a ti no te gusto?
Dicho eso, se me acercó. En pasos que para un hombre serían sensuales, gateó hasta mi encuentro; meneaba las caderas, coqueteándome.
-Oye…, qué tal si…, bueno, aprovechando que estamos solos…
-¡Espera un segundo!—dije y la empujé hacia atrás.
Ella cayó de pompas en el suelo. Frunció el ceño, confundida.
-¿Qué pasa? ¿Acaso dije algo que no te gustó?
-¡No!, ¡No, nada!—dije moviendo las manos nerviosamente—. Lo que pasa es que… no… me siento… como te digo… no me siento…, listo… sí.
Mi mirada cayó al suelo, se quedó concentrada en un punto de la nada y después miré sus ojos brillantes. Cuando otra vez bajé la mirada, noté que se acercaba cada vez más; la abertura de su kimono se iba abriendo una vez más y… (¡Ay, dios mío!)
-¡POR DIOS YAKUMO, TÁPATE!—grité.
Sus senos quedaron totalmente al aire. Yo me sonrojé por completo. Ella también, pero conservaba su sonrisa. Lentamente se tapó, y después… me besó en la boca.
-¡MMMHHH!—Gemía yo detrás de sus labios.
-¿Pero que es lo que pasa, ah?—dijo soltándose de mí.
Me miraba confundida. Yo, también. No hubo palabra después de todo un rato. Hasta que dijo:
-Bueno, si tanto te molesto…, entonces me voy a la cama. Entiendo que no estás listo. Buenas noches, Yukio.
Suspiré aliviada. Me acomodé el casco y observé que se acomodó en la cama, un poco triste y a la vez confundida.
Al final, cuando la intensa se quedó dormida, me tocó a mí dormir sentada, como acostumbraban dormir los samuráis.
Después de tanto entrenamiento, o sea, unas semanas después–creo que un mes duré en ese doyo-, por fin dormí sola con Yuuto, en la misma habitación. Él no paraba de hablar de cuán bien le fue vigilando a la princesa Reiko, y que ella también se sentía a gusto con él. Yo, sin embargo, estaba desanimada por hacer tan mal la semana y el mes de prueba. Qué suerte la mía.
A la mañana siguiente, desperté sin cobija y con el kimono medio abierto. Raudamente y sonrojada, me lo cerré. Me miré a un espejo y noté que mi cabello estaba desordenado, así que rápidamente me lo recogí en una coleta alta; Yuuto no estaba en su cama así que al sentirme sola, me levanté. Al salir del cuarto, miré a todos lados, me restregué un poco los ojos y vi que alguien se me acercaba. Espabilé para ver si la que se acercaba era la princesa Reiko. Y de hecho, era ella.
-Yukio… precisamente iba a levantarte—me dijo.
-Ah, eh… bueno, creo que ya estoy despierto—espeté.
Sonrió y me cogió de la mano. Volviendo su mirada al fondo del largo pasillo, me llevó prendida de la muñeca hasta el vestíbulo. Ahí estaban unos cuantos samuráis con muchachas muy bonitas y además jóvenes. Fruncí el entrecejo y me solté de la mano de Reiko. Ésta me miró sorprendida y habló.
-Yukio… ¿Qué te ocurre?
-No, nada. En lo absoluto, princesa.
No soné muy bien que digamos ya que no soy experta haciendo voz de hombre. En mi vida había intentado semejante cosa, es decir, nunca me habían puesto a imitar voz masculina… y siendo sincera, me sentía incómoda.
La idea de estar en un nuevo doyo me parecía fenomenal. Por el lado de que podría conocer gente nueva y vivir experiencias totalmente distintas a las que había vivido estaba bien, y en adición, el hecho de que no tenía que ver a Ukyou, a Ukai o a quien se le parezca me tenía aliviada, señores. No es que la odie, pero la verdad no las soporto, a ninguna de las dos. Y eso, Ukyou, aún después de muerta, me sigue molestando y sigue quitándome a Shimamura. Eso encoleriza a cualquiera, ¿no?
Pero por otra parte, extrañaba a Shimamura, a Keiko, a Akemi... digamos que en ese momento de congoja extrañaba hasta a Ukai.
Bien, voy a seguir con esto.
En fin, después de haberme soltado de la princesa, me dediqué a mirar alrededor. Había una habitación justo enfrente de donde me encontraba; la puerta estaba abierta, y como la curiosidad mató a Yoko (jeje), miré a través de la abertura y divisé un hombre. Era alto, delgado, bueno, no supe si era delgado o no ya que traía su armadura puesta y como muy bien saben, cuando un samurai se pone una armadura queda como un tanquecito. Tenía el pelo algo castaño… creo. Bien, después miré a una jovencita que entraba a la habitación esa y comenzaba a besarse con el hombre. Yo aún conservaba el ceño fruncido, y más ahora, con esa escena confusa.
Reiko enseguida abrió la boca.
-Oye, Yukio—suspiró, me cogió de nuevo de la mano—, ven conmigo, por aquí. Te voy a mostrar todo el doyo. Como llegaste hace poco, me corresponde a mí como princesa mostrarte el doyo Sakai.
-Ah, ¿sí?—respondí—, ¿y por dónde empezamos?
-Por aquí—dijo y señaló una gran estantería, repleta de cuadros, espadas, escudos, armaduras sucias de polvo –que si las hubieran visto hubieran dicho “esto se lo debió haber puesto mi abuelito… ¿saben? Hoy tiene ciento ocho años”- y muchas otras cosas más. Tosí fuertemente por el polvo y la chica se preocupó.
-¿Te sientes bien? Talvez debería llevarte a otro sitio… el polvo debe hacerte daño. Ven, te voy a mostrar las otras reliquias del doyo—me dijo.
Reiko se encaminó a un cuarto pequeño con cosas todavía más viejas que las anteriores. Si creían que ciento ocho años eran bastante, pues están muy equivocados.
Ya verán porqué.
La princesa encontró un escudo que, sin importar el polvo, se veía tan reluciente como si nunca hubiera sido usado en años.
-¿Te digo algo?, esta joya—dijo sin esperar una respuesta y levantando con las manos el grueso escudo—, fue tallada de huesos de animales.
Esa cosa tenía pequeñas letras escritas en su superficie. Recuerdo que decía “larga vida a Shinko Sakai, el gran guerrero nipón”. Los caracteres estaban en kanji y arriba de estos aparecían caracteres en hiragana y katakana.
Supuse que el tal Shinko Sakai debió ser el que fundó este doyo. Pensé por largos minutos en aquella época, no muy lejana a la actual (no la de ahora, sino la del relato que estoy contando): todo Japón envuelto en la guerra, al mando de los Tokugawa –bueno, en ese momento aún seguíamos a los pies de esa familia-, samuráis, guerreros y guerreras luchando hasta morir por defendernos… supongo que en esos nefastos tiempos no estaba yo ni en el pensamiento de mis padres. Es más, hasta creo que ellos no habían nacido aún. Período Edo y al mando, la dinastía Tokugawa. ¿Qué podría ser peor?
Reiko interrumpió mis ridículos pensamientos con su vocecita chillona.
-¿Sabes, Yukio? Éste escudo le perteneció al gran samurai Shinko Sakai. Esta reliquia es de más de doscientos años.
-¿Doscientos años dices? Vaya… y… ¿el señor ese es el que fundó este doyo?
-Bueno—siguió diciendo—, realmente fue el señor Akito Sakai, que en honor a su tátara tatarabuelo, fundó esta casa.
Hubo un breve silencio. Posé mi mirada en el suelo algo sucio y después la subí hasta el techo. No me había dado cuenta de que la princesa me había soltado. Mis manos estaban sudorosas, el cabello lo tenía hecho nada, pero recogido y los ojos los tenía algo cansados. Mis pies, al igual que las manos, estaban sudorosos a pesar de que los tenía descalzos. Recuerdo que cuando mamá me veía correr por toda la casa descalza, se ponía iracunda y me gritaba “¡Yoko! por todos los cielos, ¡ponte las sandalias!” ó “¡Es la cuarta vez este día que te digo que te calces, Yoko! ¡Es para tu propio bien, amor!”. Lo que me impresionaba era que cada vez lo hacía más fuerte que la anterior, y que siempre gritaba mi nombre antes de decir algo. Ya me sabía las tácticas de regaños de mamá… y al parecer era yo la única que me las sabía, ya que a mi hermana nunca la regañaban. Y cuando digo nunca, simplemente es nunca.
-A finales del período Azuchi-Momoyama, Japón se vio invadida de nuevo, pero esta vez por ninjas de la China—prosiguió—; a todas las personas obviamente les extrañó que de China llegaran personas especializadas en técnicas tan complicadas como son la de los ninjas, pero de todos modos profirió a la batalla. Cabe destacar que muchas personas, tanto inocentes como samuráis y guerreras, murieron en la pelea.
Yo no dejaba de mirar sus ojos, que estarían posados en el escudo antiguo. Aún estaba atónita con la noticia de que aquel raro escudo estaba hecho de nada más y nada menos que de huesos. Reiko frotaba una y otra vez las letras en grabado del escudo y sin levantar la mirada siguió hablando.
-Mi padre fue un gran amigo de mi señor Akito Sakai.
-¿En serio? ¿Tu padre era samurai?—pregunté.
-No, él sólo era el que comandaba el ejército de samuráis y era entonces un hombre de confianza para mi señor Akito—respondió ella—. ¿Sabes? Muchas personas decían que la dinastía Sakai era caníbal o algo así, ya sabes, por el hecho de que cogían huesos de animales… y decían también que ellos tenían pactos o relaciones con seres del más allá, demonios o cosas por el estilo.
-Por Dios, qué imaginación tenían… pero, no tenían porqué decir todas esas patrañas.
-Sí que lo tenían, Yukio—interrumpió—. Hasta a mí me parecía que ellos convocaban fuerzas del más allá…
-¡Por favor! ¡No me salga con eso ahora, princesa!
-No, en serio, Yukio. Sé que en ese entonces era yo muy joven, pero a menudo espiaba a la familia de los Sakai… que serían la madre, el padre de mi señor Akito y éste, pero chiquito. Mi señor y yo teníamos la misma edad…
Fruncí el ceño por segunda vez y miré a ambos lados. Para serles franca, el relato de Reiko no sonó para nada convincente, pero viéndola a los ojos, y como yo sé cuando alguien está diciendo la verdad o no, parecía no mentir.
-En serio, ellos tenían sectas oscuras—siguió—, a veces veía el suelo de su habitación marcado con un gran círculo rojo y al padre de mi señor lo veía con rajas en la espalda… ¡como si fueran cortaduras! Obviamente supuse que ninguno de los familiares sería capaz de hacerle algo así al señor Sakai.
Abrí la boca un poco, pero no hablé. Ella tenía los ojos llorosos y bien abiertos, como si pensara que yo no le iría a creer lo que acababa de decir. Después, bajó la mirada, nerviosamente.
Es hora de detallar la ropa de la chica; bien, esta vez, la princesa, que por cierto tenía un diez a la hora de vestirse, llevaba puesto un kimono rosa de flores más claras, un obi azul turquí cubierto además con un cordón azul celeste. El pelo lo tenía suelto y como es de costumbre en las princesas de todos los doyos, tenían poco flequillo y la frente la tenía descubierta. Su cara en realidad era muy bonita; el cabello de Reiko era color negro y era la verdad muy pero muy largo –nótese que el mechón de pelo le llegaba hasta el piso y más allá- y parecía tenerlo suelto, pero no, al final de su cabello se anudaba a una cinta blanca y continuaba su recorrido por todo el tatami del suelo.
Al cabo de un buen rato, me pasé la mano por la cara… ¡y no la tenía sucia! Mis ojos quedaron bien abiertos y corrí hasta el pasillo. Todo ese bendito tiempo estuve hablando con la princesa y ni cuenta me di que parecía una chica.
Reiko se sobresaltó y trató de agarrarme del brazo, pero sin éxito.
-¡Yukio!—gritó—, ¿qué pasa? ¿Dije algo que no te gustó? Si es por lo de las fuerzas extrañas, no volveré a decirlo.
-No, princesa… no es eso, es que… ¡tengo ganas de ir al baño!—dije sin mirarla a la cara.
Me solté violentamente de la mano delgada y corrí hasta la pieza más cercana. Ya adentro, cerré la puerta y caí de rodillas en la cobija del suelo. Parpadeé varias veces y gotas pesadas de sudor cayeron de mi frente, borrando así los restos de arcilla que me había puesto en la cara, pues, para que se notara que era tan sucia como ellos… bueno, eso creí en ese entonces. Ustedes saben, las locuras que una hace por lograr lo que quiere.
-¡Yukio! ¡Aguarda!—oí que gritó.
No respondí. Me hice la que no escuché y cerré fuerte los ojos. Me puse a pensar en los tiempos en que yo vivía con mamá y papá –o sea, hace muchísimo tiempo-, cuando Akemi y yo éramos pequeñas. Papá siempre me llevaba en caballito porque era chiquita, y mi hermana era la típica adolescente difícil.
Oigan, acabo de acordarme de una conversación que tuvieron papá y Akemi. Recuerdo que en sus tiempos, Akemi tenía un novio, se llamaba Shintaro. Él y mi hermana tenían una relación a escondidas de papá y el problema empezó cuando éste se enteró. Shintaro era un buen muchacho, pero como yo era muy pequeña en ese entonces no entendía lo que pasaba a mí alrededor. Bueno, eso era lo que decía mi mamá.
Una vez entreabrí la puerta rodante de la habitación de mi hermana. Sentados en el suelo, estaban mi papá y ella. No supe muy bien de qué hablaban, pero les contaré lo que escuché.
-No tenías porqué ocultarme tu noviazgo…
-Ay, papá… ¿y qué ganaba con decírtelo? No te gusta verme ni siquiera con Kenji (él era el mejor amigo de ella y también el mío… bueno, después de Kuno).
-Por lo menos Kenji es de fiar… a mí no me gusta que salgas con esa clase de gente.
-¡A ti no te gusta que salga con nadie! ¡No te cansas de verme ahí, inútil, sin hacer nada!
-¡Por todos los cielos, Akemi! ¡Claro que me gusta que conozcas gente! Pero no me gusta, ¿entiendes? No me gusta el tal Shintaro…
-¿Por qué no te gusta, eh? ¿Es que acaso no es rico y esas cosas?
Hubo un silencio pastoso. Las sienes de Akemi y papá estaban sudorosas. Yo, allá en la puerta, preocupada, ya que mi hermana nunca le había hablado así a papá.
-¡Por qué no simplemente me dejas la vida tranquila!—farfulló al fin Akemi.
Papá no respondió más. La estaba mirando fijamente a los ojos, para ver si se retractaba de lo que había dicho, pero para su desdicha, no dijo más nada. Con un nudo en la garganta, papá salió del cuarto. Rápidamente, me aparté de la puerta para que no se dieran cuenta que los estaba espiando.
-Ah, Yoko, ¿estabas ahí?—dijo papá, al verme—. Ven aquí. Necesito un apoyo. Tu hermana está algo difícil, ¿sabes?—dicho esto, me cargó en sus enormes brazos de hombre. Tenía los ojos llorosos. En verdad, papá nos quería muchísimo a las dos, y creí que Akemi se había pasado de la raya con las palabras que usaba.
Pero no estaba de acuerdo con papá de que Shintaro era un mal muchacho. Se había ganado mi confianza.
Pero… ella murió sin conocer el amor de su vida. Y hasta más, se murió virgen.
Abrí los ojos de par en par. Había arrugado con ambas manos la cobija del suelo, sin saber aún de quién era la habitación.
Al levantar la vista, y para mi sorpresa, estaba Yakumo.
-¡Ahhh!—grité—, ¿cuánto tiempo llevas viéndome? ¿Qué haces aquí?
-Tranquilo, Yukio—me reconoció—, en este orden: como cinco minutos y estoy aquí porque esta es mi habitación.
Quedé estupefacta… había estado todo este tiempo en la habitación de Yakumo. Ésta estaba con una toalla rodeándole el cuerpo hasta los muslos y tenía el pelo suelto. Al parecer acababa de salir del baño.
-Ehh… oye, ¿te importaría salir un rato? Es que tengo que cambiarme…
-¡Ah! Sí, por supuesto. Ya me voy…
Con los labios apretados me levanté del piso y me enderecé torpemente. Ella me ayudó a incorporarme pero le dije que no se preocupara. Ésta, sin embargo, interponía su mano.
Así mismo salí del cuarto, y ya apoyada en la puerta di un largo suspiro.
Me quedé un largo rato apoyada a la puerta del cuarto de Yakumo, esperándola. Mirando lejos, divisé la silueta de alguien. Frunciendo el entrecejo, traté de distinguir a la persona, que descubrí que era hombre. Reí al pensar que tal vez se trataría de Shimamura, pero la carcajada se atiborró cuando descubrí que era… él.
-Por amor al sake, donde podrá estar esa chica—dijo.
Me sobresalté muchísimo y oculté mi cara con las manos. Esperé a que pasara de largo y me quité las manos de la cara, con el corazón en la boca. ¿Se imaginan si me hubiera encontrado ahí? Bueno, después de todo no valió la pena el que me escondiera, ya que a esas alturas supuse que ya Yasuhito le había dicho lo mío. Pero igual una debe tomar precauciones.
Estuvo cerca.
Pasándome la mano por la frente arcillosa, me dirigí lejos de ahí, pero no sin antes que Yakumo me interrumpiera.
-¡Yukio! No te vayas… ¿ya almorzaste? Si quieres te acompaño…
-Ehh, bueno, verás, Yakumo… es que tengo que hablar con alguien ahora mismo, ah, ¡y en privado! Así que…eh—busqué palabras para decir—. ¡No puedo acompañarte! Ah, y comeré después… supongo.
-Ah, pues… está bien—dijo con desánimo.
Me fui pues sin esperar más palabras y me choqué con la espalda de… ¿a que no adivinan quién?
Del impacto, solté un grito desafinado.
-¡¡Ahhh!!
Perdí el equilibrio y caí de espaldas al suelo. Traté de no golpearme con los ojos desorbitados. Estaba sonrojada de la pena (quién no).
-Ay, lo siento… discúlpeme señor… ¿eh?—dije levantando la cara y viendo la de… sí, Shimamura.
-¡Yoko! ¡Con que aquí estabas!
Me ayudó a levantar y me sonrojé aún más. Para rematar, estaba hablando con la princesa Reiko, quien supuestamente le estaba dando información de quién había entrado al doyo. Y entre esas personas, estaba “Yukio”. No Yoko.
Nunca supe como dio con el doyo Sakai y conmigo.
-Ah, eres tú Shimamura… ¿qué haces aquí?
-¿Se conocen?—preguntó Reiko.
Las miradas de la princesa y la mía chocaron. Tenía el ceño fruncido.
-¿Se puede saber quién eres tú?—me dijo.
-¡Ah, yo!, pues… verá…, mi nombre es Yoko. Y entré aquí porque… porque…
-¡Porque se escapó del doyo para venir a ser guerr…!—trató de decir Shimamura, pero afortunadamente logré tapar su enorme bocota.
-¡No, claro que no!—dije e intercambié miradas desafiantes con Shimamura—. Verá, princesa, lo que pasa es que soy nueva en el grupo de las niñas de limpieza—dije lo primero que se me vino a la cabeza—, sólo que el señor Jikenbo, no me presentó públicamente.
Shimamura me miró desconcertado y a la vez diciéndome: “¡Eres una gran mentirosa!”. La princesa había levantado las cejas sorprendida, y seguía con sus ojos puestos en los míos. La mano que tenía en la boca de Shimamura estaba algo babosa –asco- y cuando creí que no metería más la pata, se la quité. Soltó un gran suspiro.
-¡Eres una…!
Antes de que dijera algo, volví a ponerle la mano en la boca.
-Pues sí, señorita Reiko—dije, quitándole la mirada a Shimamura y poniéndola en la de Reiko—, como verá empecé el trabajo desde hoy en la mañana…
-¿Y como es que no te había visto?—preguntó ella, aún con las cejas levantadas.
-Pues… porque estaba con las señoras de la cocina toda la mañana y no tuve tiempo de salir a ningún lado…
-Pero yo paso por la cocina siempre todas las mañanas.
-Pues… porque…
-¡MmmphhhmmmhhhMMPPH!—decía Shimamura detrás de mi mano ahora más babosa.
-¿Sí, Yoko?—la princesa esperaba una pronta respuesta.
-Pues… eh… ¡ah!, estaba muy atrás en la cocina y como soy un poco nerviosa, pues… no se me dio por salir—respondí rápidamente.
-Hmm, claro—dijo Reiko, con tono de confusión.
Suspiré y Shimamura me mordió suavemente los dedos.
-¡Ay! ¡Eso me dolió! ¡Pedazo de tonto!—resoplé.
-¡No me vuelvas a tapar la boca! ¡Más bien tú eres la tonta! ¡Loca!—trataba de buscar nuevos insultos para decir—. ¡Eres una…!… ¡eres una gran mentirosa! ¡Tú no viniste acá para ser sirvienta!
-¡Claro que no vine para ser sirvienta!—susurré un poco fuerte—, ¿pero podrías bajar un poco la voz? ¿No ves que aquí nadie me conoce como Yoko?
Se calló. Yo también me callé… no quería seguir ahí peleando por una bobada. Cuando él y yo volteamos a ver, ya Reiko se había ido. Como si se la hubiera llevado el viento o como si se hubiera esfumado… como polvo.
-Ay, Dios, menos mal y se fue—suspiré aliviada—, no quería seguir mintiendo…
-Y no sería la primera vez—resopló Shimamura.
Le dirigí una mirada fulminante que del poder que tenía hizo que retrocediera. Una imagen vale más que mil palabras, dice el dicho.
Caminé unos pasitos, lejos de él, en un intento por quitármelo de encima, pero no pude, ya que empezó a seguirme.
-Ay, ¿y ahora porqué me persigues?—refunfuñé.
-¿Eh?—dijo sarcásticamente.
-Que porqué me estás persiguiendo, por todos los cielos…
-¿No puedo saber a donde te diriges?
-¡No! ¡No puedes saber, idiota!
Ese “idiota” hizo que arqueara las cejas.
-¡Oye! Para tu información, es casi mi deber saber a donde te diriges, y por otro lado, ¡no soy idiota!—farfulló—. Válgame…
-¡Tú lo que eres es un perfecto estúpido!—grité.
-¡¿Ah, sí?! ¡Porqué me insultas tanto, por Dios!
-¡Porque no debes estar aquí!
-¡Eres una tonta!
-¡Mira quién habla! ¡El rey de los tontos con sombrero de bufón!
-¡DEJA DE INSULTARME!
-¡TU TAMBIÉN DEJA DE INSULTARME!
-¡PERO SI NO TE ESTOY…!
-¡Cielo santo! ¿Por qué tanta gritería?—dijo una voz—, desde el comedor se escucha su algarabía.
Era Yuuto. Sí, mi compañero de cuarto. Al parecer, estaba escuchando nuestra “discusión” desde hace tiempo, y no le gustaba nada. Lo único que hice fue sonrojarme de la pena.
-Ay, Yuuto… lo siento… en verdad no quisimos molestarte—traté de decir.
-¿Lo conoces?—farfulló Shimamura.
-¿Nos conocemos, bella dama?—dijo Yuuto amablemente.
Mis ojos quedaron bien abiertos. ¡Había olvidado que era “Yukio” y que ahora era “Yoko”! y obviamente, como Yoko no me había presentado ante Yuuto. Y por si fuera poco, Shimamura estaba furioso y además celoso, señores.
-Ehh… digamos que, eh… ¡de usted me hablaron en la cocina!, que era muy apuesto, varonil y el más dedicado de los samuráis—dije nerviosamente.
Lo único que hacía él era mirarme de pies a cabeza. Al parecer como que le gusté, porque le brillaban los ojos y además por el hecho de que me dijo “bella dama”.
-Hmm, ya veo. ¿Con que eso dijeron, eh?—dijo Yuuto sobándose la barbilla.
-¡Yoko, te pregunté si lo conoces!—Shimamura alzó la voz, en un intento por que le prestara atención, cosa que no hice—. ¡Responde!
-Ehh, bueno…ya nos vamos, ¿eh? Así que creo que…sí, es mejor que se vaya, ¿no cree joven Yuuto?—dije sin dirigirle la más mínima atención a Shimamura.
-Pero… ¿porqué se va, linda?—dijo Yuuto con curiosidad—. Aún no nos hemos conocido bien.
Se acercó un poco a nosotros con la intención de tocar mi mano, pero el cabeza dura de Shimamura se interpuso.
-¿Para donde crees que vienes, eh muchachito?—dijo, poniéndose entre Yuuto y yo.
-¿Es que acaso no puedo presentarme con la señorita? Que de hecho es muy linda—dijo Yuuto.
-¡Pues ella viene conmigo, pedazo de loco!
-Pues lo lamento… no sabía que eran novios…
-¡Claro que no somos novios!—dijimos en coro Shimamura y yo.
Ambos nos quedamos mirándonos las caras. Él se había sonrojado y yo también; Yuuto nos miraba riéndose y cruzado de brazos.
-Entonces, si no son novios—continuó Yuuto—, ¿por qué entonces no me permites acercarme a la chica?
-¡Acaso no ves que viene conmigo!—gritó Shimamura—, ¡déjala ya en paz, quieres!
Con esas me tomó por los hombros y me llevó lejos de Yuuto. Ya lejitos, traté de pedirle explicaciones.
-¡Oye, por qué rayos hiciste eso!—farfullé—. ¿Tenías que dejarme mal? ¡No ves que ya lo conocía!
-¡Pero ese loco es un pervertido! ¡Lo único que quería era llevarte consigo! …
-¡Pero igual se ganó mi confianza! Y además es mi vida no la tuya.
Hubo una pausa molesta. Él no dejaba de mirarme a las pupilas ahora dilatadas.
-Ah, claro. ¿Así me pagas todo lo que he hecho por ti?
-¿Eh?—dije frunciendo el entrecejo—. ¿Qué quieres decir?
Sus ojos enormes ahora se veían más pequeños y además brillantes. Me miraba fijamente y como se parecía mucho a mi papá, me lo recordó. Tenían casi la misma trenza, la misma cara, la misma altura. Hasta parecían tener la misma armadura, pero que obvio no era la misma ya que la de papá era la que estaba usando.
Luego, entornó más sus ojos y levantó un poco el labio superior.
-Bueno… si las cosas siguen así—empezó a decir—, creo que es mejor que me vaya.
-¿Eh? ¿Te vas?—pregunté.
-Sí, porque al parecer estás amargada y como que no querías verme—dijo con desdén.
Estaba equivocado, señores, ya que en verdad sí quería verlo. Es más, quería abrazarlo y darle muchos besos –que cursilería-. El ceño se me desarrugó.
-Espera… no puedes irte así… de ese modo…
-¿Y ahora que traes, eh?—preguntó alzando los brazos—. Primero dices que te molesta que te siga, no quieres que vaya contigo y ahora dices que “no me puedo ir”… ¿sabes qué? ¡Quién te entiende!
-Shimamura…—balbuceé.
-Pues, no… ¡me voy, para que te alegres! ¡No me vuelvas a buscar, me oíste!—gritó de nuevo, esta vez alejándose más de mí.
Caminó unos pasos más lejos, lo que hizo que apareciera un nudo en mi garganta. Después, supuse que se arrepintió y se devolvió.
-Así le pagan a uno por ofrecer ayuda… qué tal… y yo que me descosí por ella—dijo sin mirarme a la cara.
-¿Eh?—dije.
-Yo hacía de todo por ti, ¿sabes?—farfulló mirándome fijamente a los ojos—. ¿Y sabes de donde sacaba fuerzas para protegerte? ¡Del amor que te tengo! ¡Por primera vez desde la muerte de Ukyou siento cariño por alguien!
Me quedé estupefacta. ¿Amor? ¿En verdad dijo amor?
-Shimamura… yo…
No dijo nada. Yo, sin más preludio, me le acerqué y sin aguantar más, corrí a refugiarme en sus enormes brazos, diciéndole al oído muchas frases de amor que nunca le hubiera dicho ni a Kuno…
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