lunes, 21 de mayo de 2018

21 de mayo de 2018

Los domingos nunca se cocina, o al menos así lo es en mi casa. O se sale a comer o pedimos domicilio. Es un día de flojera, aunque a mí ayer se me haya dado por despertarme a las ocho de la mañana. Mi mamá me dio tres opciones de almuerzo: carne o pechuga a la plancha, arroz de pollo o mote de queso. Como tenía varios días ya de estar antojada de esto último, eso fue lo que comí. Pero hasta para mí, la autoproclamada más grande fan del queso, aquello era demasiado. Y si cuando como queso antes de dormir me da pesadillas, mucho peor tendría que ser luego de comer semejantes cantidades industriales de queso.

Me dormí desde temprano. Temprano del verbo a las once de la noche. Y soñé. Vaya que soñé. Luego de presenciar una sarta de imágenes intensas e inconexas, lo que más presente tengo es que, en una de tantas imágenes, estábamos una tía, mi mamá, mi hermana y yo adentro de un carro, haciendo fila para entrar en el Buenavista. Por el rabillo del ojo alcancé a vislumbrar un par de hombres caminando hacia el centro comercial. Uno de ellos, el más grande, negro y con una barba tupida tipo Mr. T., cargaba una ametralladora que lo doblaba en tamaño. Yo, por supuesto, me alteré, y casi instintivamente me agaché, rogando porque mi familia hiciese lo mismo. Con la cara contra el cojín del asiento, me extrañé al ver que no se había formado alboroto y que ningún vigilante hubiese hecho nada para impedir la entrada de los sospechosos. Como sea, los hombres entraron y al cabo de unos segundos el negro comenzó a disparar a diestra y siniestra. Yo halé del pelo a mi hermana, obligándola a agacharse. Al finalizar la lluvia de balas, los hombres comenzaron a pasear por entre los carros, cuyos capós y cajuelas estaban abiertos de par en par, y sacaban bolsos, celulares, maletines, portafolios… en fin. No sé bien en que momento pasó, pero mi hermana se levantó y le dispararon en el cuello. En la siguiente escena, yo estaba corriendo con ella en brazos, apretando bien fuerte sobre la carótida para que no se desangrara. Era un lugar laberíntico y blanco, como una especie de hotel o balneario, todo atestado de gente, pero nadie parecía querer ayudarme. Después de minutos largos de angustia, decidí dejarla morir depositando su cadáver en unas escaleras. 

Di muchas vueltas a la deriva por ese lugar laberíntico y gigantesco, medio en estado de shock, medio triste, hasta que vi en un salón amplio a un hombre con un yeso envolviéndole un brazo. Vestía guayabera, o sea, iba todo de blanco, bien elegante. En eso me miró y comenzó a burlarse de mí. Fue entonces cuando lo reconocí como uno de los que había perpetuado el tiroteo, por lo que me puse furibunda y arremetí contra él, persiguiéndolo por todo el lugar. Salimos de lugar blanco y laberíntico y por la misma persecución llegué a lo que parecía una parodia de mi colegio. Corrí como loca nueva, pero nunca lo alcancé. O bueno, no hasta que llegué a un balcón con hierba artificial en donde estaban sentadas unas personas tomando el sol. Había tres sillas de esas de playa, largas, igualmente blancas que las paredes, y en una de esas sillas estaba el delincuente. Entonces arremetí contra el hombre ante la mirada atónita de los tomadores de sol. Les dije (aunque no sé en qué idioma) que ese hombre había matado a mi familia. Sin embargo, ellos no parecieron darle mucha importancia y siguieron tomando el sol tan campante como siempre. 

Derrotada me fui de ahí y caminé y caminé hasta que me choqué con una amiga de infancia que me abrazó como si yo fuese de oro. Me dijo que la acompañara por ahí y yo dije que sí, que me esperara. Entonces me dirigí a una habitación cuya puerta era una cortina gruesa de color rojo carmín y frené delante de un espejo. Ahí me vi reflejada con el pelo corto, cortísimo, con un vestido de baño que no es mío, bien atrevido y espalda afuera, con unos shorts que tampoco reconocí, y con una cara que, aunque supiera que era mía porque la estaba viendo ahí, por alguna extraña razón la sentí muy ajena, demasiado distante…

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