Tenía un plan. Oh, y vaya que lo tenía. Tenía un plan y pensaba llegar hasta las últimas consecuencias con él. Aunque, bueno. Hasta las últimas, propiamente hablando, no, pues dicho plan había nacido con el único motivo de precisamente evitar eso: la muerte.
Pero déjenme contarles desde el principio. Todo empezó el dieciséis del quinto mes del año de nuestro señor Jesucristo. A eso de las nueve de la noche, un carruaje del Scotland Yard aparcó en la puerta de nuestra casa, del que se bajaron dos oficiales que tocaron nuestra puerta tres veces. El rumor del aguacero aterrizando con frenesí contra nuestro tejado se mezclaba con la voz ronca de la radio, a través de la cual se hablaba una pobre y desventurada muchacha y de nosotros. Aunque no nos mencionaran, sabía perfectamente que estaban hablando de nosotros. Y eso Johan lo sabía, ahí, luchando como epiléptico en el fregadero. Por más que lavara las manos, la sangre no salía. “¿Qué has hecho, por el amor de Dios?”, era todo lo que podía pensar en medio del aturdimiento. Johan solo lloraba. De pronto, los oficiales tocaron otra vez. Dios mío bendito. Tenía que pensar algo rápido. Al noveno llamado, tuve que arrastrar a Johan hasta la puerta. Con un ademán hice que ocultara las manos y lo obligué a que dejara de llorar. No lo sabía entonces, pero en el momento en que dejamos entrar a los oficiales, estábamos dejando entrar también a la Parca, que trepó desde mis entrañas hasta mi cabeza con sus uñas filosas.
—¿Señor Wachowski?—preguntó uno de los oficiales con voz sorprendentemente aguda.
—Señores Wachowski, de hecho—contesté abriendo completamente la puerta para dejar ver a Johan.
El oficial nos miró primero con sorpresa, luego con asco.
—Cielo santo. Nos… habían dicho que era una sola persona…
Luego de balbucear algo entre ellos nos dijeron que estábamos bajo arresto por el asesinato de Myers Beller. Miré a Johan, que tenía la cabeza baja. Apenas empezaron a leer nuestros derechos, Johan empezó a llorar. Miré a ambos oficiales totalmente perplejo, alegando que aquello tenía que ser un malentendido. Pero no escucharon. En cambio, nos colocaron las esposas y, hasta el punto en que lo permitió su inexperiencia, lograron meter nuestros cuerpos enredados en el carruaje.
Ya en la estación nos leyeron nuestros derechos. El juicio se celebró, pero no hizo mucho eco en nuestras cabezas. Había demasiadas pruebas en contra. Yo no había hecho nada, ¡lo juro! Pero... ¿cómo comprobar lo contario? Es decir, ¿cómo probar que uno de los siameses era parte del cuerpo culpable, sin explícitamente serlo? ¿Cómo probar que el índice es inocente por algo que el pulgar hizo? En vano desgasté mi voz rogando por mi vida a lo largo de todo el juicio. Johan no dijo nada, ni siquiera cuando el juez dictaminó que la ejecución quedaba para el dos de julio.
Estando en el calabozo, los días eran cortos y las noches largas. Johan las pasaba llorando y estrellando la frente contra el frío concreto. Yo movía los ojos hasta durmiendo, tratando de dibujar en mi mente un millar de posibilidades de solución a mi problema. Trataba de pensar en la muerte. Rogaba porque fuera una ejecución rápida o al menos no tan dolorosa. Continuar alegando mi inocencia a los cuatro vientos me había generado un par de enemigos peligrosos que me mandaban a callar con escupitajos. ¿Escapar? Nadie en la historia del calabozo de Statham había logrado salir con vida. El suicidio obviamente no era una opción. Y no, no iba a dejar que la justicia se saliera con la suya. De ninguna manera. Tenía que hacer algo, debía pensar algo, y no tenía mucho tiempo. Ya tenía menos de un mes.
La respuesta, finalmente, llegó pasada una semana de encierro. Era viernes a la hora del almuerzo, hora en que se nos dejaba leer el periódico, aunque con mucha discreción. En la sección principal de las noticias hablaban de un tal Dante Diavolo, doctor y científico italiano de gran reputación, que había, supuestamente, logrado el primer trasplante de cabeza. Gozaba de gran reputación, pero también tenía hábitos algo… extraños. Decían de él que era un coleccionista. Salté como Arquímedes gritando: “¡Eureka!”, y Johan se asustó muchísimo. Le dije que lo tenía. Ya tenía un plan. Solo debía contactar a este famoso doctor.
Hablando con los reos, logré obtener un número en Oxford de un conocido del renombrado doctor. Usé mi derecho a una llamada para hablar con esta persona. De ella descubrí que el Doctor Diavolo trabajaba para el mercado negro y para gente del bajo mundo, y que le había interesado mucho mi caso, cosa que me comunicó él mismo días después. Por el teléfono percibí en su acento una sed increíble, de ese tipo de sed de conocimiento, la sed que da la ambición. Éramos piezas de rompecabezas que estaban encajando a la perfección.
A la semana de haber tenido la primera conversación, el doctor Diavolo estaba de visita en el calabozo. A través de los barrotes acarició nuestro cuello. Podría asegurar que estaba a punto de logra un placer casi orgásmico mientras acariciaba primero la cara de Johan y luego la mía. Estaba más que comprometido con nuestra causa. Johan solo negaba con la cabeza. Me rogó con los ojos que no nos sometiera a la separación. Pero, por el amor de Dios, ¿cómo no? Llevar más de veinte años unido a Johan no me había traído nada bueno, y de ninguna manera iba a renunciar a la única oportunidad que tenía de salir bien librado de la ejecución, aunque eso significara dejar atrás a mi hermano. ¿Por dónde empezar? Situación sentimental, minimizada. Vida sexual, nula. Hasta las idas al baño, turnando cada cuerpo para defecar, por ejemplo. Cosas como esas, que pudieran implicar una tontería para el resto del mundo eran para nosotros toda una odisea. Y ya no quería seguir en esas. El doctor Dante estaba conmigo. Recuerdo que me abrazó y me consoló como a un bebé. Por primera vez en meses lloré y me desahogué. Johan también lloró. El doctor Dante era mi mesías. Y me habló como si fuera enviado del mismísimo Dios. Lo único que tenía que hacer, me dijo, era conseguir era al donante. Una tarea un poco complicada en un calabozo como el de Statham, pero estaba determinado a lograrlo. Pasé ojo por todas y cada una de las celdas. El Morro era muy grande y gordo, podría partirme en dos con un solo puño. Descartado. El cuerpo de Alias Skip estaba demacrado y viejo, así que tampoco. Tobías, un marine, menos, porque estaba tatuado. Al llegar a la última celda, la más cercana a las escaleras que daban al comedor, me encontré con Peter Lockhart. Un tipo de mediana edad, más bien fornido, con el pelo echado hacia atrás como con gomina. La primera vez que hicimos contacto fue durante uno de tantos almuerzos. La mirada que me dedicó fue fría, escaneándome con sus pupilas oscuras de arriba abajo. Asentí con la cabeza a manera de saludo, arrastrando a Johan hasta su lado. Lo observé lo más que pude desde la otra mesa. Mientras comía contemplé las venas de su cuello, dilatadas por la actividad física. No sabía mucho de Peter Lockhart, pero al ver sus brazos corpulentos deduje que debía trabajar cargando bultos o minero como mínimo, cosas por el estilo. Sí. El cuerpo perfecto para mí.
Resulta que, por el mismísimo doctor Diavolo, obtuve la fórmula para una solución anestésica muy fuerte como para dormir caballos, pero lo suficientemente suave para no matar. Después de todo, necesitaba al espécimen vivo. Si vieran cuanta meticulosidad empleé para llevar a cabo el secuestro. Creo que podría sacar libros, tratados de criminalística con eso. Tapando el orinal de mi calabozo con mi pantalón y aguantando las quejas sordas de Johan por el frío invernal de Londres, vertí los líquidos: dos tubos de cloruro carbónico de sodio y tres tubos de nitrato de aluminio, entregados de mano del doctor Diavolo; más una mezcla de aceite de cocina, sudor, saliva y vinagre de manzana. Mojé gran parte de mi camisa con la solución y esperé.
La noche del veinticinco de junio fue la escogida para el trasplante. A la hora del almuerzo agarré mi camisa y empuñándola muy fuertemente me dirigí hasta la mesa de Peter Lockhart. No le dio tiempo de reaccionar. Entre Johan y yo lo apresamos y le puse la solución en las narices. Al cabo de dos horas, el doctor Diavolo ya tenía su licencia para trabajar como enfermero de rutina en la prisión, y me mandó a llamar a las cinco en punto de la tarde. Tuvo que llamar a dos enfermeros corpulentos para atarnos a la cama, pues Johan se negaba rotundamente al procedimiento. Cuando por fin lo lograron, el doctor Diavolo nos explicó el procedimiento. Experimento número quinientos treinta y cinco, separación orgánica de siameses toracoabdominópagos: trasplante de cabeza. Según instrucción del mismo doctor Diavolo, para la operación, primero, se cauterizarían las arterias y las venas con mucho cuidado, esto para evitar la hipovolemia. Luego se procedería al corte de la cabeza muy minuciosamente, con una sierra especializada y un bisturí soporte que corta hasta los huesos. El cerebro se conectaría previamente a un suministro de sangre, a manera de corazón extracorpóreo, de modo que se mantenga con vida mediante el uso de ciertos químicos que el doctor había preparado. Una vez hecho el trasplante, se reconectarían los nervios y se coserían los cartílagos. Me sorprendió sobremanera descubrir el grandioso equipo científico con el que contaba el doctor para llevar a cabo la operación. Y sin más, me sometí. Johan luchó un poco, pero el brazo del enfermero lo subyugó y la anestesia pronto hizo efecto en él. Cerré los ojos sonriendo. Pronto iba a tener un cuerpo nuevo. Pronto iba a ser libre, al fin.
Desperté a lo que supuse eran diez minutos de sueño intenso. Me sentí preso de un aletargamiento increíble. Debía ser efecto de la anestesia todavía presente en mi cuerpo. Por el corpulento enfermero supe que en verdad habían pasado cinco horas. Dios mío. Me sentía… confundido. Lo veía todo a través de una bruma. De pronto sentía que no podía respirar y tragué un líquido extraño. El doctor Diavolo salió a mi encuentro pasados unos minutos y me sonrió. Ya no estábamos en Statham. Miré a mi alrededor, con un horrible dolor de cuello. Entonces comprendí mi situación. A mi lado colgaba la cabeza de Johan, con los ojos cerrados, en una cabina de cristal. Ya todo estaba consumado. Ya no tenía el peso de La Parca sobre mis hombros. Ya no tenía el peso de Johan, no tenía el peso de nada. De nada, de hecho. Y sería una nada por el resto de la eternidad.
El doctor Diavolo sonrió una vez más y cerró la puerta de nuestra nueva habitación y finalmente todo se oscureció. Y eso es todo lo que hay ahora. Oscuridad. Oscuridad total. Ya no más heces entremezcladas, ya nada de intimidad minada, ya no más nada…
Libre, sí.
Libre… al fin.
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