Luego de un largo y atropellado viaje en bus, llegué a una especie de casa-balneario que ocupaba el 90% de una isla en medio del mar. Me dolía el cuerpo. El olor a sal y a arena invadía la atmósfera y me daba somnolencia. Conmigo venía también un grupo de personas dispuestos a grabar un producto audiovisual, y un hombre delgado, muy espigado y calvo que se bajó de último era el director. El sitio de rodaje era en otra isla, y para llegar a ella teníamos que viajar en una lancha desde la playa de esta casa-balneario, por lo que nos dijo que nos alistáramos y preparáramos para salir en el menor tiempo posible. Supe que me había contratado para que le tomara unas fotos, pero no tenía ninguna clase de cámara ni luces o algo con lo que pudiera llevar a cabo un trabajo fotográfico profesional. Me resigné, pues, a tomar las fotos requeridas con la cámara de mi celular, y preparé las pocas pertenencias que tenía (un maletín con una libreta, unas chancletas y un par de toallas dentro). Sin embargo, al llegar a la playa, ya los botes con los compañeros de trabajo estaban bastante lejos de la orilla, viajando con dirección a la otra isla. Permanecí varios minutos ahí, con un sinsabor de boca, hasta que suspiré y volví a entrar a la casa.
Derrotada, quise irme, pero algo dentro de mí me lo impidió, por lo que me acomodé en una mecedora en un lugar cerca de la entrada principal de la casa y me entretuve tomando fotos con el celular. De pronto, una niña que no podía tener más de ocho años apareció a mi lado izquierdo. Caminaba como tambaleándose, con una ropa rosada y bastante apretada que parecía hecha para niñas más pequeñas, y en la mano derecha llevaba un vaso plástico transparente que mostraba una bebida amarillenta. No estaba sucia ni nada, pero sí vi que estaba despeinada y con la ropa a medio poner. Me dijo que le tomara unas fotos a ella. Su forma de caminar y el tono quebrado de su voz me preocupó y le quité la bebida de la mano. Al olerla, pude percibir un olor agridulce, como el de la piña, pero también sentí el inconfundible olor del alcohol. Desesperada, le pregunté que quién le había dado eso, y me señaló a un hombre al otro extremo de la casa. Corrí hasta una especie de barra o mostrador, y al lado izquierdo estaba un tipo inválido, de piel grasosa y con gafas de aumento culo de botella. Entonces lo enfrenté, poniendo el celular sobre una mesa, sin que éste se diera cuenta, esperando poder grabar una posible confesión de delitos. Así fue. Además de haber dicho que le había dado trago, el tipo confesó que la había violado. Como pude cargué a la niña, pecho contra pecho, sus piernas alrededor de mi espalda, dispuesta a sacarla de ese infierno. En la entrada principal no supe qué hacer. No sabía a quién decirle nada ni tenía idea de cómo arrestar o tan siquiera denunciar a ese malnacido. En medio de la frustración, me encontré con un par de señoras que se compadecieron de mí y me creyeron. También admitieron que conocían al tipo, y siempre se preguntaron si todavía se le paraba la verga. Luego, al mostrarles mi grabación, me di cuenta que se escuchaba todo menos la confesión. Me sentí presa de una ira y una impotencia gigantescas y abracé a la niña lo más fuerte que pude. Al final sentí algo mojado en mi vientre. La niña me había orinado.
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