Era de noche y sentía mucho frío. Me encontraba subiendo las escaleras de la casa de mi abuela, allá en Mamatoco. Arrastré los pies por el pasillo hasta estar frente a la terraza trasera, y allí comencé a luchar por cerrar la reja. Digo luchar porque el candado era... ¿Cómo explicarlo? Era una mezcla deforme y semilíquida, hecho de muchos otros candados y ninguno cerraba. Era uno y muchos candados al mismo tiempo. Derrotada como estaba, me percaté que al otro lado de la reja la oscuridad era tal que hasta se podía tocar. Como desperté hace rato, no recuerdo con exactitud lo que pasó a continuación, pero esto sí lo sé. Alguien o… algo, estaba al otro lado, en medio de la negrura. Un hombre largo y delgado, de cuya vestimenta solo atiné a identificarle un altísimo sombrero de copa. No podía ver sus ojos, pero por alguna extraña razón sabía que me miraba. De pronto vi cómo atravesó cada hueco de la reja, deshaciendo cada extremidad como gelatina. Petrificada como estaba, me obligué a reaccionar y corrí a encerrarme en la primera habitación que encontré.
No estaba sola. sobre la cama estaba recostado un niño. No podía tener más de doce años. Su rostro mostraba una evidente y dolorosa preocupación que me contagió en cuestión de segundos. Entonces reapareció el hombre de la terraza en una esquina de la habitación y nos acosó por el resto del sueño. Recuerdo que le expresaba de todas las formas posibles que nos dejara en paz. No hablaba, no gritaba… o bien sentía que no podía hablar, que no podía gritar, pero aún así el hombre no se acercaba porque sabía que lo rechazábamos.
Desperté a las cuatro y media de la mañana. Tenía el pecho adolorido, como si hubiese gritado a pulmón herido y me sentía tan cansada como si hubiese corrido una maratón. Ah, y he aquí lo más raro de todo: Al niño del sueño lo recuerdo perfectamente. Sentí que lo conocía, que era mi familia, pero sé que nunca lo había visto (o al menos no recuerdo haberlo visto) en mi vida. Era de tez blanca, cabello negro, ojos pequeños, del mismo color, achinados por unas ojeras preocupantes que se hacían más grandes bajo el ceño constantemente fruncido. Vestía una camisilla azul turquí y una bermuda color beige pálido.
En lo que respecta al hombre… Todo lo que puedo decir es que, más que hombre o cualquier otra cosa, aquello era una sombra. Algo que no llegaba a ser un humano.
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