Hoy se cumple un mes desde que tuve mi primera sesión de hipnosis. Fue en Quito, durante un viaje que hice por orden y en compañía de mi psicóloga. Ocurrió en la mañana de un miércoles. Llegamos y no bien atravesé la entrada me sentí llena de una paz increíble. La casa con todo tipo de plantas y piedras de protección como cuarzos, y también tenía las paredes llenas de cuadros muy bonitos. La terapeuta con la que nos dimos cita nos recibió con un cálido abrazo. Fue muy amable y su actitud paciente y sonriente hizo que amainara un poco el terror que sentía.
Porque... Sí.
Estaba aterrada.
Nunca antes había sido sometida a hipnosis ni a nada parecido, y pensar en todo lo que podía ver, o bien, todo lo que no sabía que podía ver... ah. Eso me tenía hecha un manojo de nervios. Debo admitir que, a pesar de que tenía muy altas expectativas con esta primera sesión, la verdad no fue la gran cosa. Ni siquiera entré en trance. Aunque bueno, sí vi cosas que pensé que había olvidado, como el día en que nació mi hermanito y que casi muere mi mamá. Había olvidado por completo su apariencia tan demacrada en la cama de hospital y mi subconsciente se encargó de recordármela. Aparte de eso, también presencié imágenes bonitas. Por ejemplo, tuve una conversación conmigo misma, con mi versión de diez años. Yo lloraba y sufría, sufría y sufría. Me cayó todo el peso del mundo en ese momento. Sufría en nombre de ella, de mí misma, y por todo lo que pasó durante esa época de mi vida. Y sin embargo, esa niña... ella... estaba bien. Sí. Hasta sonriente. Me mostró que no era para tanto, que dejara el drama, que iba a estar bien. La sesión terminó conmigo llorando, por supuesto. Pero del resto, no vi más nada. No... sentí más nada.
Porque... Sí.
Estaba aterrada.
Nunca antes había sido sometida a hipnosis ni a nada parecido, y pensar en todo lo que podía ver, o bien, todo lo que no sabía que podía ver... ah. Eso me tenía hecha un manojo de nervios. Debo admitir que, a pesar de que tenía muy altas expectativas con esta primera sesión, la verdad no fue la gran cosa. Ni siquiera entré en trance. Aunque bueno, sí vi cosas que pensé que había olvidado, como el día en que nació mi hermanito y que casi muere mi mamá. Había olvidado por completo su apariencia tan demacrada en la cama de hospital y mi subconsciente se encargó de recordármela. Aparte de eso, también presencié imágenes bonitas. Por ejemplo, tuve una conversación conmigo misma, con mi versión de diez años. Yo lloraba y sufría, sufría y sufría. Me cayó todo el peso del mundo en ese momento. Sufría en nombre de ella, de mí misma, y por todo lo que pasó durante esa época de mi vida. Y sin embargo, esa niña... ella... estaba bien. Sí. Hasta sonriente. Me mostró que no era para tanto, que dejara el drama, que iba a estar bien. La sesión terminó conmigo llorando, por supuesto. Pero del resto, no vi más nada. No... sentí más nada.
Ahora bien, el primero de este mes, hace exactamente una semana, fui sometida a hipnosis por segunda vez, ya de regreso en Santa Marta, y en manos de mi psicóloga. Esta vez sí sentí que entré en trance. Y, además, tuve una primera regresión.
Tuve que emplear todas mis fuerzas para relajarme, y cuando por fin lo hice, una serie de imágenes al azar se paseaban rápidamente por mi cabeza. Era como ver una película desordenada y en cámara rápida. Todo se veía borroso y distante. La doctora me dijo que escogiera una de esas imágenes y tratara de concentrarme en ella. Obedecí y entonces pasó:
Corría. Corría a lo largo de un gran campo lleno de hojas secas, delatando un otoño frío. Sentía que respiraba con la boca abierta. Estaba feliz. De pronto, a mi lado escuché unas risas, y vi que se trataba de un niño. Había un niño rubio, pequeño y harapiento corriendo a mi lado. Corría y reía, saltando por entre unas pequeñas lomas llenas de hojas anaranjadas y marrones.
En medio del trance, y viendo a través de los ojos de alguien o algo que no pude distinguir, me detuve y miré a mi alrededor. Había un granero de madera roja al fondo, cercado con tablones de madera y muchos árboles gigantescos y frondosos. Había una especie de puente diminuto que se alzaba sobre algo que no llegaba a ser riachuelo. Era más bien una zanja, un lodazal pequeño e incipiente salpicado de hojas secas.
En eso, el niño me llamó. Su expresión era de confusión. supuse que se preguntaba por qué me había detenido de pronto. Yo corrí hasta el niño y él me abrazó. después escuché pisadas de caballos y vi que bajando del puentecito venía un hombre. Vestía elegantemente, tenía bigote, un frac negro y largo y un sombrero alto, de copa. Así se lo comenté a la psicóloga, y ella entonces me ordenó que le hablara. sin embargo, yo... por alguna razón, no podía hablar. O bien, las personas a mi alrededor no me entendían. Del mismo desespero por hacerme entender, salí corriendo con dirección al hombre y traté de gritar. El hombre solo me miró con el ceño fruncido y me apartó con delicadeza. No lo hizo con el bastón que llevaba, lo hizo muy suavemente con su brazo. Luego se puso a mirar el terreno, asintiendo con la cabeza y musitando la palabra: "...beautiful...". Las manos se las llevó a la espalda, con los puños cerrados, en posición solemne.
El niño volvió a llamarme y me sacó del ensimismamiento: “Vamos, Bonito. Vamos”. En ese momento caí en cuenta de que yo probablemente debía ser un perro. Y me llamaba Bonito. Al final de la sesión sentí cómo me rodeó con sus bracitos, y me sentí tan dichosa en ese momento, tan amada, tan bendecida y acompañada, que lloré. Lloré de la felicidad. Aquel niño era mi amigo. Y yo era su amigo. Me sentí en un hogar. por primera vez en mucho tiempo me sentí en un hogar, me sentí perteneciendo a un lugar. Fue hermoso.
Salí del trance con una horrible y garrapateante curiosidad. Yo conozco ese lugar, le dije a la doctora. me falto fue saltar de la dicha de haber "regresado". ¡Quería quedarme ahí! ¡Yo conocía a ese niño! Y me rodeaba un ambiente tan familiar…
Ese lugar tiene que existir. Es real. Y ese niño... ese niño también.
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