Corría por el centro de Santa Marta, acompañada por una muchacha bastante simpática. No la conocía, pero la sentí cercana, familiar. Reímos y corrimos hasta que ella se separó de mí en el cruce de dos calles.
Desde la esquina inferior derecha, vi que salieron despedidos varios oseznos. Atravesaron la calle como dueños de ella, y comencé a temer por sus vidas. La gente que pasaba hacía lo posible por agarrarlos, pero se apartaron por miedo a las Mamás osas que pudieran venir detrás de ellos.
Como pude, logré escabullirme entre todo el caos reinante y llegué a lo que parecía una tienda. Estaba vacía y olía a cartón mojado. De pronto, un perro negro, de estatura mediana, se abalanzó sobre mí. El miedo paralizante amainó un poco mientras acariciaba su pelaje. Sus ojos eran grandes e igualmente negros. Podías ver el mundo reflejado en ellos. Luego, por el rabillo del ojo, divisé movimiento. Entonces vi que al otro lado de la calle había un león. Un macho gigantesco que pareció asomarse a la tienda y luego se fue corriendo, como si tuviera el alma de una persona.
El león que desaparece y yo que me doy cuenta que ya no estaba en la tienda. Ahora estaba sentada dentro de un bus, viajando con mi mamá y mi hermana en dirección a mi universidad, en Cartagena. Me asomé a la ventana. Todo lo que podía ver en la calle era monte, monte y más monte. El anillo vial es solitario y aunque ya pavimentado todavía se caracteriza por su hiedra y sus ceibas, pero el paisaje distaba mucho de parecérsele. Era como si en vez de estar en la costa caribe estuviésemos en el corazón del Amazonas.
En fin. Viajamos mucho y ya me estaba mareando. Entonces el bus atravesó un largo, larguísimo pasillo. Pasamos muchos paraderos con bancas donde había estudiantes esperando la ruta. Íbamos considerablemente rápido, pues se sentía como si el bus flotara. Luego llegamos a una primera parada que era más bien una alberca gigantesca, la cual teníamos que atravesar para seguir adelante. Mi hermana fue primero. Caminó y caminó hasta que el agua oscura y apestosa le llegó hasta la cintura. A mi mamá no la vi más, por lo que ahora era mi turno. Sin embargo, decidí no meterme en el agua sino ir por un estrecho camino de baldosas y cruzar hacia el otro lado. El agua era turbia, negra. No se podía ver el fondo. Todo olía a cañería y a animal muerto.
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