Era un lugar… desconocido. Una casa. Una casa larga, oscura y laberíntica. Tenía numerosas habitaciones y estaba repleta de gente que no conocía, pero que me era familiar. Es decir, nunca las había visto en mi vida, pero sentí que las conocía de algo. Todos estaban de buen humor, incluso riendo a carcajadas. Yo estaba perdida. Tenía que encontrar cierta habitación y no daba con ella. Sin embargo, en un momento confuso del sueño, di con la supuesta habitación, pero no pude llegar hasta ella porque había que atravesar una especie de pasadizo nauseabundo y carnoso… no sé cómo explicarlo. Es como esos tubos toboganes de tela deshecha y descolorida que conectaban cada pieza de los parques infantiles de plástico de mi infancia, esos que adornaban varias pizzerías. Solo que, además de lucir una pared frontal de tela deshecha y descolorida, con una única abertura minúscula, rectangular, como si en vez de entrada fuera la parte de arriba de una alcancía… bueno, además de eso, al tacto, era como acariciar una pierna o un brazo gordo y carnudo, seboso y apestoso. Y yo tenía que entrar ahí.
Como no logré entrar por mucho que lo intenté, me le acerqué al hombre que tenía más cerca. El hombre, que era joven, pálido, alto y espigado, se rió con unas carcajadas limpias y melodiosas y negando con la cabeza adivinó que no sabía cómo entrar. Se burló de mí con otras personas y después me miró otra vez para indicarme un camino aún más intrincado.
Lo que recuerdo que pasó después fue que aparecí en una habitación bastante iluminada, paredes amarillas. Era parecida a la habitación de mi abuela Gladys, allá en Mamatoco, solo que tenía una sola cama gigante, queen size, y tenía un abanico que hacía un gemido casi humano con sus hélices. Ahí conmigo estaba Daniela, una amiga. Estábamos discutiendo quién se bañaría primero. Tanto ella como yo vestíamos nada más una toalla, la que a mí se me olvidó una vez entré en el baño. Nos reímos mucho. Luego salimos y llegamos a lo que parecía un patio-jardín, tapizado con plantas que se distribuían de manera geométrica en el espacio. Déjenme explicar mejor: la forma de las plantas era normal, natural. Lo que me intrigaba eran las formas que hacían las plantas, esto es, distorsionándose hasta formar junto con otras plantas cuadrados, triángulos y espirales. Todo se movía como si estuviese debajo del agua, y más que sábila o helechos parecían algas marinas.
Al fondo, en el puro extremo del patio-jardín, había una especie de caballete gigantesco; ocupaba el tamaño de la pared de… a lo sumo, dos metros de ancho por cinco de alto, y estaba adornado con una pintura de tonos azulados. Rememoraba las olas del océano. Salvajes e inhóspitas como ellas solas. Durante todo ese rato del sueño, el final, estuve de cara a la pintura… muy cerca de ella, de hecho. La nariz prácticamente raspando una pincelada gruesa y el olor a pintura corroyendo mi cerebro. Sentí un alboroto detrás. A un hombre, parecido a mi padre, se lo estaban llevando preso y fue un escándalo de lágrimas y sangre. Yo no lloré. Luego una mujer, parecida a mi madre, llegó a decirme que se le había caído algo del collar que sostenía… o algo así, y yo, con la misma impasibilidad, sin cambiar la expresión, le grité que cómo podía pensar en esas cosas tan insignificantes cuando a mi papá se lo estaban llevando preso. A mi papá se lo estaban llevando preso y yo no podía sacar las malditas narices de un óleo sobre lienzo que me estaba intoxicando.
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