viernes, 8 de mayo de 2020

7 de mayo de 2020

Durante todo el sueño mantuve una paralizante sensación de peligro, de suspenso constante, como si algo terrible estuviese a punto de pasar en cualquier momento.

Viajaba a través de una calle estrecha y curvilínea, montada en una buseta y en compañía de una pareja de ancianos. El interior de la buseta parecía más bien el del vagón de un tren antiguo, de paredes amarillas y asientos agrupados en dos filas, de cojines gruesos y madera como de banca de iglesia. Todo el interior estaba cubierto de telares color carmín y el piso forrado con una gruesa alfombra con estampados geométricos en colores tierra. Además de nosotros, solo había un par de personas más.

El viaje era tranquilo, lento, casi imperceptible. El rumor del motor era lo único que rompía el silencio y las llantas convulsionaban ante algunos baches del camino. Me asomé al pasillo y vi que al fondo había una gran pared-biblioteca llena de libros académicos y muy viejos. Y, en medio de todo, un televisor bastante grande, prácticamente ahorcado por la cantidad de cables, transmitía una película de acción. No pude apreciar nada de ella, pero escuchaba los típicos gritos que emiten los luchadores de artes marciales al lanzar sus ataques.

La biblioteca estaba llena de libros de mi infancia. Me acerqué a la persona que estaba más cerca y le pregunté por cierto libro de texto escolar que tuve en mi infancia y que he buscado por cielo y tierra. La única pista que tenía era que en él se contaba la historia de una niña que murió como escudo humano en medio de un tiroteo. El hombre me dio no solo el nombre completo del libro, sino hasta la editorial y la fecha de publicación. Antes de sentarme a escribir esto, decidí googlearlo. Orígenes 4. Editorial Voluntad. 1995. Existe. Ese era el libro.

De pronto, la buseta se detuvo y entraron unas personas armadas y peligrosas. Una de ellas, un hombre, se colocó en frente de mí y abrió un computador portátil, sosteniendo esto con una mano y con la otra un largo y fálico fusil. En su pantalla relucía la ventana de WhatsApp Web, a través del cual otro hombre comenzó a hablarme usando notas de voz. Su voz era gravísima, profunda y varonil. Me decía todo tipo de cosas sucias que ya no recuerdo bien (tipo: “Eres mi perra sucia”, “Voy a hacer que te comportes”, “Puta asquerosa”), y mandaba stickers de Bob Esponja. Incluso después de despertar sentía que podía escuchar su voz. El fusil no dejó de apuntarme en todo el rato.

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