Todo lo que puedo concluir es que, hoy por hoy, la “humanidad” me aterra y me asquea. Y yo misma también me doy asco. Verán. Llevo unos días con una idea de un libro de cuentos en la cabeza, pero la sola idea de escribirlos me da náuseas. Su tema principal no es… digamos, políticamente correcto. Es un tema tabú. Resumiendo, gira en torno a la violencia brutal y descarnada que se desenvuelve en una familia por generaciones. Todo. Tipo. De. Violencia. Tengo mucho conflicto con ella. El hecho de pensar que algún día alguien leerá eso... no sé. Temas más tabúes que pegarle a Cristo. Una vaina inenarrable. Y entonces me pregunté: ¿Por qué carajos pienso en tan siquiera escribir esta barbaridad, por Dios santo? Un amigo me dijo que hasta la mierda podía ser literatura si se hace bien, pero claro, debe haber una propuesta. ¿Cuál es la propuesta? ¿Un tratado sexual? No. ¡La propuesta es que no hay propuesta! Solo estoy caliente. Entonces… ¿cuál es el afán de narrar lo inenarrable? ¿Por qué encontramos tan fascinante lo inenarrable, lo retorcido, lo… pecador?
Preguntarme eso me llevó a otras preguntas: ¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? ¿Por qué nos excita lo que nos excita? ¿Por qué disfrutamos cuando hacemos daño? ¿Por qué hacemos daño cuando disfrutamos? Bueno, vamos. Que el ser “humano” es también un animal. Un maldito animal que hasta para ser animal es bestia. Uno que no hace sino daño a todo y a todos. Y es que con solo respirar estamos contaminando. Maldita sea. Con mayor razón, ¿por qué escribir algo que haga eco con todo eso? ¿Por qué contar algo para sumarse a la montaña de muerte, de odio, de feminicidios, de desigualdad? Me duele mi especie. Me duele esta maldita especie y todo lo que hace y lo que no. Que se acabe toda esta mierda. Sí. Que se acabe. Pensaba todo esto. Corrían por mi mente como sanguijuelas arrancando pedazos de mi cerebro. Un maullido repentino me hizo salir del ensimismamiento. Ah. No tengo más opción que tragarme un poco de esta desazón. Porque hoy tengo que mirar a un lado más iluminado por mis nuevos hijos adoptivos: mis gatos Tinta y Niebla.
La verdad sea dicha: dudé mucho, muchísimo tiempo en volver a tener un gato. No sé. La malparidez existencial de vaina me deja levantarme de la cama, y tener que alimentar, limpiar y atender a otro ser vivo, ni más ni menos… el solo pensar en eso me cansaba muchísimo. Con todo y eso (y como dicen por ahí: Dios actúa de formas misteriosas), el celador del conjunto donde vivo me preguntó si me gustaban los gatos. Entonces me mostró unos tres pequeños que habían nacido en un pequeño cobertizo, en medio del polvo y la basura del conjunto, hijos de una gata callejera. Fueron tres, como Tinta y sus hermanitos, uno de los muchos partos de esa pobre y pequeña gatita blanca. Dos de ellos salieron como ella, blanquitos, y el otro, el que me gustó, era gris y tenía las patitas y como un bigote blanco pintado en el hocico. La gente del pedazo de conjunto este en el que vivo no gusta de animales (no creo que esta peste de viejos amargados amen algo más que a su pensión, pero bueno) y querían deshacerse a toda costa de los gatitos. Nadie quería adoptarlos y yo no podía coger al gris de buenas a primeras porque estaba muy arisco. Por el mismo celador me enteré que un ocioso careverga del conjunto les hacía maldades. No necesito saber qué tipo de maldades le hacía para tener que aguantarme las ganas de castrarlo. Y tampoco tenía que ser adivina para no darme cuenta de eso viendo el miedo que tenía el pobre minino al solo roce de un humano. Cada asomada que hacía al cobertizo hacía que sacara los dientes o que se escondiera detrás de cualquier cosa. Me gustó creer que estaba menos distante conmigo desde que comencé a dejarle comida, pero lo cierto es que no dejaba de mirarme con esos ojos verdosos azulados y no comía nada, no movía ni siquiera un músculo hasta que yo no estuviera fuera de vista.
En vista del fracaso a medias con el gatito gris, me vi a mí misma buscando en Facebook anuncios sobre gatitos en adopción, más específicamente con la esperanza de adoptar un gatito negro porque bueno, desde hace mucho tiempo he querido uno. Luego de varios días de buscar, vi uno en el que la imagen que lo acompañaba era la de tres gatitos: uno rubio, uno atigrado y uno negrito, todos bien chiquitos, con los ojos entrecerrados. Al negrito se le veía peludo, con aparentes ojos azules más despiertos que los de sus hermanitos, y con una cabecita como recién lamida. Me comuniqué con la persona, la dueña de los gatitos, que me dijo que era una hembrita, y para cuando aterrizó en mi vida a las diez de la mañana del día siguiente, jueves 21 de mayo de 2020, ya la había bautizado como Tinta. La sorpresa, aunque para nada desagradable, llegó después: primero, no era peluda. Parecía más bien un estropajo azabache y deshilachado. Segundo, ni siquiera era una “ella”, y tercero, no tenía ojos azules, sino de un tono verde esmeralda, como su segundo nombre. No podía tener más de un mesecito. Llegó y lo primero que hizo fue engancharse a mi dedo como buscando la teta de la madre. Se enganchó a mi dedo, pero la enganchada fui yo. Y bueno, me puse a llorar ahí, con el minino pequeño y tembloroso entre mis brazos.
En Facebook también vi otro anuncio de una muchacha que daba gatitos en adopción. Y vi que se trataban de los gatitos del conjunto. Recordé al gatito gris. Me comuniqué con ella y me dijo que iba a traer un guacal para ayudarme a llevarme el gato para la casa. Sin embargo, ese jueves, 28 de mayo, hace exactamente un mes, el celador de turno me trajo al gato en sus propias manos enguantadas hasta la casa.
Ese día no hubo luz desde las cuatro de la tarde y hacía un calor de los mil demonios. El pobre gatito gemía como si estuviesen matándolo y no dudó en esconderse tras cualquier recoveco. Pasó todo el primer día debajo de mi cama, no sin antes sacarme los dientes y ser grosero con Tinta, al que le pegaba y sacaba los dientes. Pero Tinta insistió. Al más mínimo ruido, el pobre se erizaba. Todo le parecía tan increíblemente aterrador delante de sus pupilas dilatadas. A los dos días ya se acercaba más. No maullaba, pero al menos ya no sacaba los dientes. A los cuatro días ya jugaba con Tinta, y a la semana ya no lloraba y me buscaba para restregárseme en las piernas. Lo bauticé Niebla por su color gris pardo. Como el de una fuerte humorada. Tiene cara de ratón y un cuerpo como de conejo. Hasta se sienta como uno cuando quiere que lo acaricie.
Con Tinta no hubo tanto drama. Imagino que es hijo de alguna gata de casa, y fue dado en una adopción normal, a la edad correspondiente. Ruidoso como él solo, es un gatito muy obediente y sano. Se come todos los concentrados que le he dado… Niebla, por su parte, es otro cuento. Desde que se amañó, no maúlla y es más bien quisquilloso. Duerme poco para ser un gato. De vaina come. Cualquier ruido que haga lo desconcertará y ni siquiera comerá porque tiene que mirar qué está pasando o saber qué es lo que produce tal o cual ruido, por lo que tengo que estar a su lado para asegurarle que todo está bien y asegurarme yo de que coma. No obstante, me da mucha tristeza pensar que el daño ya está hecho. No creo que el pobre pueda relajarse jamás. Siempre está alerta. A veces quisiera dejar de respirar para que pudiera dormir un poco más. Lo acaricio mucho más que a Tinta. Siento que lo necesita. Me hierve la sangre verle la carita y pensar que no me ve a mí sino al ser “humano” que le hizo tanta maldad. Un “humano” que ni siquiera voy a mencionar aquí. Ojalá le esté picando la oreja. Ojalá se lave bien las manos porque no quisiera que el coronavirus le hiciera ningún favor.
Es tan inteligente. Los dos lo son. Saben cuando estoy durmiendo. Saben cuando estoy escribiendo. No invaden mi espacio ni siquiera cuando estoy comiendo. Tinta ahora tiene más pelo, está super panzón y grandísimo. Niebla está… menos intranquilo, aunque todavía tiembla cuando trata de dormir. Todavía se eriza cuando le toco la baja espalda. Pero no me ha mordido ni una sola vez. Tinta en cambio me tiene cual rallador de queso.
Hoy pasó algo curioso. Me levanté, como siempre, a las ocho de la mañana para servirles la comida. La primera parada siempre es el baño. Mis esfínteres son incontrolables antes de las once. Y lo escuché. Niebla maulló. Casi me caigo del inodoro al ver que me miraba y me buscaba para que lo sobara. Se restregaba contra mis piernas como un bebé consentido. Subía las patitas delanteras a mi rodilla y frotaba el hocico contra mis dedos. Y me maulló. Maulló.
No puedo salvar a todos los gatos de Santa Marta. Mi estabilidad mental y emocional me dice que no adopte más, pero creo que quiero y puedo hacerlo. Todavía no sé. Bueno, no sé nada últimamente. Pero lo que sí sé es que hoy cargué a Niebla como siempre y como el bebé que es y lo arrullé entre mis brazos. No dejaré que nada malo te vuelva a pasar, le digo en la oreja, que está erguida, alerta, como siempre. Pero entonces ocurre. Niebla cierra los ojitos, por primera vez en este mes que llevamos juntos, apoya la cabeza en mi hombro. Y ronronea.
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