20 de noviembre de 2019
Llevo tres noches seguidas soñando con gatos. Con el mismo gato, en realidad. Muy pequeño y rubio, de ojos grandes y expresivos. La última vez lo tenía cargado como a un bebé mientras caminaba a través de un gran apartamento vacío de paredes blancas. Luego de caminar mucho, sentí un calor en el costado. Al mirarme, descubrí que una de las patas traseras del gato estaba herida, y de ella salía un líquido negro y helado. De la negrura aquella emergió de pronto lo que parecía un gusano gigantesco con un único ojo enrojecido y de pupila diminuta justo en el medio de su cuerpo. Clavó en mí su mirada intensa hasta que desperté, diez segundos antes de que sonara la alarma.
Como siempre, a las siete y cinco me baño con el mismo chorro incipiente desde hace un año, restregándome mecánicamente las mismas partes: brazos, abdomen, piernas, brazos abdomen, piernas, lavando la suciedad de mi cuerpo que nunca por completo. Luego me pongo la camiseta de turno y el mismo jean que uso todos los días. Agarro el frasco blanco que reposa sobre el mesón de la cocina, en una esquina, el estratégicamente colocado en una esquina, justo en el punto en que pueda verlo por el rabillo del ojo desde el pasillo, y tomo dos cápsulas. Y finalmente me siento delante del cuaderno. ¡Soy escritora! gritó la mota de polvo. Casi me parece escuchar a Dios: ajá, ¿y ahora qué?
Bueno, he recordado ese sueño. Y también algo curioso que me pasó ayer, con todo y la malparidez existencial. Después de desayunar, encontré un gato acostado en el patio, en medio de las enredaderas y la mata de sábila. Resultó ser idéntico al de mi sueño. Rubio. Pequeño. Ojos grandes y brillantes. Resultó bastante enfermo, además. El veterinario se sorprendió que haya durado más de una hora con nosotros. A cada tanto dejaba de respirar y yo dejaba de respirar también. A cada estertor desafinado me sentía invadida de preguntas: ¿Por qué terminó ahí? ¿Por qué justo en mi casa? ¿Por qué tenía que verlo justo yo? ¿Por qué de todas las quinientas veinte mil y una personas que habitan Santa Marta tenía que aparecérseme justo a mí? ¿A los gatos se les dan los santos óleos?
En la noche llegó mi mamá y la estornudadera le delató la presencia del intruso. A la noche decidí servirle más agua y salí al patio. Al no ver al gato por ninguna parte, me preocupé. El corazón me naufragó hasta los pies al encontrar al gato todo tieso, tirado al lado de la alberca.
Me había dicho a mí misma que no retomaría esto. Lo último que escribí ni siquiera se lee bien. El torrente de mis pensamientos es violento, sin sentido. Ni conectando una impresora directamente a mi cerebro podría transcribirlos con fidelidad. Escribir me ayuda a atenuar la tormenta de mi mente, y si bien este diario empezó como un buen ejercicio, ahora lo siento como masoquismo. Amores pasados, deudas pasadas, vidas pasadas. El pasado, la cruz de este viacrucis perpetuo. Me siento hurgando sin piedad en una herida que no cicatriza. Más bien es una herida que no quiero que cicatrice. O bien, no merezco que cicatrice. Porque en el fondo, muy en el fondo, me pregunto: ¿qué se supone que haga si sano? Vivo hurgando para no cicatrizar. Pensando para no gritar. Escribiendo para no callar. Porque si el dolor calla tal vez me quede sin qué escribir. Y eso me aterra. Como el gato, hoy me siento yo también moribunda, presa de una sed que no creo ser capaz de calmar.
Bueno, he recordado ese sueño. Y también algo curioso que me pasó ayer, con todo y la malparidez existencial. Después de desayunar, encontré un gato acostado en el patio, en medio de las enredaderas y la mata de sábila. Resultó ser idéntico al de mi sueño. Rubio. Pequeño. Ojos grandes y brillantes. Resultó bastante enfermo, además. El veterinario se sorprendió que haya durado más de una hora con nosotros. A cada tanto dejaba de respirar y yo dejaba de respirar también. A cada estertor desafinado me sentía invadida de preguntas: ¿Por qué terminó ahí? ¿Por qué justo en mi casa? ¿Por qué tenía que verlo justo yo? ¿Por qué de todas las quinientas veinte mil y una personas que habitan Santa Marta tenía que aparecérseme justo a mí? ¿A los gatos se les dan los santos óleos?
En la noche llegó mi mamá y la estornudadera le delató la presencia del intruso. A la noche decidí servirle más agua y salí al patio. Al no ver al gato por ninguna parte, me preocupé. El corazón me naufragó hasta los pies al encontrar al gato todo tieso, tirado al lado de la alberca.
Me había dicho a mí misma que no retomaría esto. Lo último que escribí ni siquiera se lee bien. El torrente de mis pensamientos es violento, sin sentido. Ni conectando una impresora directamente a mi cerebro podría transcribirlos con fidelidad. Escribir me ayuda a atenuar la tormenta de mi mente, y si bien este diario empezó como un buen ejercicio, ahora lo siento como masoquismo. Amores pasados, deudas pasadas, vidas pasadas. El pasado, la cruz de este viacrucis perpetuo. Me siento hurgando sin piedad en una herida que no cicatriza. Más bien es una herida que no quiero que cicatrice. O bien, no merezco que cicatrice. Porque en el fondo, muy en el fondo, me pregunto: ¿qué se supone que haga si sano? Vivo hurgando para no cicatrizar. Pensando para no gritar. Escribiendo para no callar. Porque si el dolor calla tal vez me quede sin qué escribir. Y eso me aterra. Como el gato, hoy me siento yo también moribunda, presa de una sed que no creo ser capaz de calmar.
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