Estaba pensando: ¿qué dolerá menos? Abrirse las venas suena como bastante trabajo, y bastante lento, además. Una cuerda en el cuello tampoco me convence, aparte de que ni siquiera usando todos los cordones de los zapatos de la casa bastarían para hacer una horca. Creo que las pastillas en cantidades industriales sería la mejor opción. Total, ya he soportado terribles dolores de estómago antes. Y, bueno, se supone que uno se duerme durante todo el rato. A mí me gusta dormir, y la idea de no despertar jamás es tentadora.
Recuerdo que, estando en la universidad, leí mucho. Muchísimo. Y no era para menos. Recién descubría mi pasión por las historias de terror, y por ese entonces me enfrenté cara a cara con un libro de seiscientas dieciséis páginas que contenía la obra completa de un escritor… francés, creo. Les debo el nombre. También recuerdo que murió a causa de una horrorosa enfermedad y al encontrarse con poco tiempo de vida, dejó su empleo, sus negocios… puso de cabeza todo con tal de dedicarse enteramente a escribir hasta colgar los guayos.
Hoy me he acordado de eso. Tal vez esa sea la solución a mi problema. Mi problema con la escritura. Porque hoy, después de seis meses pensándolo, he renunciado a mi trabajo y he decidido ser escritora. Sin embargo, hasta el sol de hoy no he escrito sino cinco páginas de algo que no es cuento, ni novela, ni nada. Me siento ante el computador todas las noches, y no sale absolutamente nada.
Vengo de una familia y de un colegio en el que se nos inculca desde muy pequeños que Dios tiene un plan para todos y cada uno de nosotros. Que hasta los nombres de cada uno guardan secretos, señales, destinos predispuestos sobre nuestras cabezas, tatuados en la coronilla. Gran parte de mi vida adolescente la pasé oponiéndome a ese planteamiento. Y, sin embargo, en la madrugada de hoy, una madrugada sin estrellas y sin rastro de sueño, comienzo a creer que ese planteamiento no es tan disparatado.
Verán. Llegué a este mundo un catorce de agosto, cuatro días tarde para mi padre, que quería tenerme como regalo de cumpleaños. Catorce de agosto. 1408, como un cuento de Stephen King. Incluso fui bautizada en honor a un escritor famoso. Desde siempre me ha gustado crear historias. Desde siempre me ha gustado escribir. Mi primera novela la terminé en una semana y dos de mis amigas más cercanas, que hoy ya no lo son tanto, fueron mis primeras lectoras.
Se me viene a la memoria un día que jugaba en la biblioteca de la casa, un cuarto lleno de polvo, comején y libros, entre los cuales se encontraba uno de Stephen King. Su nombre destacaba de entre los demás mencionados en la portada de “Caricias de Horror”. Inmediatamente lo saqué y a partir de ahí fueron muchas las noches de lecturas clandestinas. Cuando la gente me pregunta que por qué escribo cuentos de terror siempre les cuento esta anécdota. No se podía esperar otra cosa de alguien cuyo primer acercamiento a la literatura fue una antología de veintidós cuentos de horror eróticos.
Todo lo anterior debiera ser motivo más que suficiente para mantenerme amarrada al lápiz y al papel. Pero no. No lo hago. No escribo. No salgo de la cama, pero tampoco duermo. Ah, dormir. ¿Así se sentirá estar muerto? Estar preso de una sobriedad y silencio gigantescos. Un vacío. Me aterra cerrar los ojos por las noches porque así me dormiré y cuánto más rápido me duerma, más rápido llegará el día siguiente, y día siguiente quiere decir hablar con gente, lidiar con gente y sus miradas de reproche, lidiar con los mil y un trabajos que no quiero realizar y con todas esas llamadas que no quiero contestar. ¿Para qué levantarme? ¿Qué sentido tiene? No es como si el día de hoy vaya a venir... no sé, algún miembro de la realeza inglesa para pagarme por escribir la novela de suspenso y ciencia ficción que tengo en la cabeza. No. Ese tipo de milagros no existen. Y tampoco existe el de levantarme de esta cama y sentarme delante del computador, como todos los días, a enfrentarme al documento de Word en blanco. Dios mío, ¿terminaré algo de lo que empiezo alguna vez? ¿Y si este talento mío para escribir no es más que una mentira? ¿Y si nadie llega a leerme? ¿Y si nada de lo que escribo le gusta al mundo? ¿Y si al final ni siquiera soy buena para lo que me gusta?
Ah, bueno, pero bien. He decidido ser escritora. Y ahora que voy a serlo… bueno, ¿ahora qué? Es decir, quiero empezar. Por mi madre que es así. Y no empiezo. Y cuando empiezo, no termino. Y quiero terminar, pero me desinflo.
Tal vez necesito lo que ese escritor tuvo. Una verdadera fecha límite. Después de todo, yo no funciono si no es con límites. Funciono siempre es con el pánico de último minuto. Una dead line, así se dice en inglés. Una muerte. Porque este manojo de sudor, grasa y polvo de estrellas aterrizó en este planeta para reproducirse en masa a través del papel por generaciones. Cada día que paso sin dedicarlo el arte para el que nací es uno desperdiciado, uno que me satura de sudor frío y taquicardia, y se aproxima lentamente a la dead line por excelencia, la que separa a esta vida de las garras de la Parca.
Sí. Necesito un plazo. Una semana. Escribiré un libro en una semana. Ah, pero una semana es muy general. ¿Cuántos días son una semana? ¿Cuántas horas hay en una semana? ¿En verdad pasaré siete días de corrido escribiendo? ¿En verdad duraré ciento sesenta y ocho horas sentada en un escritorio en un intento por tatuar en papel una serie de alucinaciones colectivas?
Por esto, he decidido que el 15 de noviembre moriré. Y mi novela, ese híbrido entre literatura, lágrimas y sangre, morirá conmigo. Y si eso no funciona, no sé qué voy a hacer. Tal vez la única manera en que logre terminar esta novela antes de terminar con mi propia vida.
Miro el reloj. Son las cuatro en punto. Me senté aquí a las once, por lo que llevo escribiendo cinco horas. Solo quedan ciento sesenta y tres.
Vengo de una familia y de un colegio en el que se nos inculca desde muy pequeños que Dios tiene un plan para todos y cada uno de nosotros. Que hasta los nombres de cada uno guardan secretos, señales, destinos predispuestos sobre nuestras cabezas, tatuados en la coronilla. Gran parte de mi vida adolescente la pasé oponiéndome a ese planteamiento. Y, sin embargo, en la madrugada de hoy, una madrugada sin estrellas y sin rastro de sueño, comienzo a creer que ese planteamiento no es tan disparatado.
Verán. Llegué a este mundo un catorce de agosto, cuatro días tarde para mi padre, que quería tenerme como regalo de cumpleaños. Catorce de agosto. 1408, como un cuento de Stephen King. Incluso fui bautizada en honor a un escritor famoso. Desde siempre me ha gustado crear historias. Desde siempre me ha gustado escribir. Mi primera novela la terminé en una semana y dos de mis amigas más cercanas, que hoy ya no lo son tanto, fueron mis primeras lectoras.
Se me viene a la memoria un día que jugaba en la biblioteca de la casa, un cuarto lleno de polvo, comején y libros, entre los cuales se encontraba uno de Stephen King. Su nombre destacaba de entre los demás mencionados en la portada de “Caricias de Horror”. Inmediatamente lo saqué y a partir de ahí fueron muchas las noches de lecturas clandestinas. Cuando la gente me pregunta que por qué escribo cuentos de terror siempre les cuento esta anécdota. No se podía esperar otra cosa de alguien cuyo primer acercamiento a la literatura fue una antología de veintidós cuentos de horror eróticos.
Todo lo anterior debiera ser motivo más que suficiente para mantenerme amarrada al lápiz y al papel. Pero no. No lo hago. No escribo. No salgo de la cama, pero tampoco duermo. Ah, dormir. ¿Así se sentirá estar muerto? Estar preso de una sobriedad y silencio gigantescos. Un vacío. Me aterra cerrar los ojos por las noches porque así me dormiré y cuánto más rápido me duerma, más rápido llegará el día siguiente, y día siguiente quiere decir hablar con gente, lidiar con gente y sus miradas de reproche, lidiar con los mil y un trabajos que no quiero realizar y con todas esas llamadas que no quiero contestar. ¿Para qué levantarme? ¿Qué sentido tiene? No es como si el día de hoy vaya a venir... no sé, algún miembro de la realeza inglesa para pagarme por escribir la novela de suspenso y ciencia ficción que tengo en la cabeza. No. Ese tipo de milagros no existen. Y tampoco existe el de levantarme de esta cama y sentarme delante del computador, como todos los días, a enfrentarme al documento de Word en blanco. Dios mío, ¿terminaré algo de lo que empiezo alguna vez? ¿Y si este talento mío para escribir no es más que una mentira? ¿Y si nadie llega a leerme? ¿Y si nada de lo que escribo le gusta al mundo? ¿Y si al final ni siquiera soy buena para lo que me gusta?
Ah, bueno, pero bien. He decidido ser escritora. Y ahora que voy a serlo… bueno, ¿ahora qué? Es decir, quiero empezar. Por mi madre que es así. Y no empiezo. Y cuando empiezo, no termino. Y quiero terminar, pero me desinflo.
Tal vez necesito lo que ese escritor tuvo. Una verdadera fecha límite. Después de todo, yo no funciono si no es con límites. Funciono siempre es con el pánico de último minuto. Una dead line, así se dice en inglés. Una muerte. Porque este manojo de sudor, grasa y polvo de estrellas aterrizó en este planeta para reproducirse en masa a través del papel por generaciones. Cada día que paso sin dedicarlo el arte para el que nací es uno desperdiciado, uno que me satura de sudor frío y taquicardia, y se aproxima lentamente a la dead line por excelencia, la que separa a esta vida de las garras de la Parca.
Sí. Necesito un plazo. Una semana. Escribiré un libro en una semana. Ah, pero una semana es muy general. ¿Cuántos días son una semana? ¿Cuántas horas hay en una semana? ¿En verdad pasaré siete días de corrido escribiendo? ¿En verdad duraré ciento sesenta y ocho horas sentada en un escritorio en un intento por tatuar en papel una serie de alucinaciones colectivas?
Por esto, he decidido que el 15 de noviembre moriré. Y mi novela, ese híbrido entre literatura, lágrimas y sangre, morirá conmigo. Y si eso no funciona, no sé qué voy a hacer. Tal vez la única manera en que logre terminar esta novela antes de terminar con mi propia vida.
Miro el reloj. Son las cuatro en punto. Me senté aquí a las once, por lo que llevo escribiendo cinco horas. Solo quedan ciento sesenta y tres.
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