Bueno. Hora de escribir. Son las diez y cuarenta y cinco de la noche. Hora perfecta para trabajar en esa novela de suspenso que llevo posponiendo desde la caída del muro de Berlín. Ah, pero primero hay que ponernos cómodos. Me voy a poner el pijama, a lavarme los dientes y a quitarme estos lentes de contacto. Pero no puedo dejar a mi computador portátil solo en el comedor de mi apartamento. Alguien entrará en cualquier momento y se lo llevará. Tengo que cerrar la puerta. ¿Ya cerró? Una vez más. Sí. Ya está. Ahora sí, al baño. ¿Sí habrá cerrado bien? Ay, no. ¿Y ese ruido? ¿Alguien entró?
Dios mío. La vecina. La señora Adelaida. ¿Será que la señora Adelaida se equivocó de puerta por cuarta vez? ¿Será que entró y creyó que era su casa porque la puerta estaba abierta? Ahora estará mirando alrededor y se encontrará con mi computador, y se dirá: “Hey, esto se ve lindo. Me lo voy a llevar”, y entonces se llevará mi computador y a mí me tocará salir corriendo del baño a enfrentarme con la señora Adelaida y decirle por quinta vez en la semana, siendo todavía un martes, que ese no es su apartamento y que su dulce nietecita no necesita más computadores que los que tiene en su haber. No. No aguanto. Tengo que asegurarme que cerré la puerta. Ok. Vamos a darle doble cerrojo. Solo por si acaso. Ahora sí.
Oh, no. Siendo las once y treinta y dos de la noche, Diana, mi hermana, no ha llegado a la casa. “Déjenme la puerta abierta, ya llego”. Es lo que dice. Y la puerta queda abierta. Sin cerrojo. A expensas de que la señora Adelaida llegue y se lleve el computador, el abanico, el citófono, el vidrio del comedor, el arreglo de bolas navideñas del centro de mesa y de paso la cuchara de palo con desgaste en la punta que tiene una mancha de sopa que no se le quita ni con lija. Dios mío. ¿Por qué no llega? ¿Se tardará mucho? En cualquier momento entrará ya no solo la dulce vecina sino un ladrón. O un asesino. Oh, sí. Vendrá y nos asesinará lentamente a todos y a cada uno de nosotros mientras dormimos. A un primo mío, hace muchos años, lo ahorcaron con una correa durante la noche, mientras todos los demás dormíamos. Cristo atado. Va a regresar. Ese malnacido va a regresar a terminar el trabajo. En cualquier momento abrirán la puerta y el asesino de mi primo va a entrar y a estrangularme con su correa. ¿Cómo será? ¿Será grande? ¿Gordo? ¿Flaco? ¿Tendrá tatuajes? ¿Correrá más tinta que sangre si muerdo uno de sus brazos tatuados? Bueno, al menos mi hermano y mi mamá sí están durmiendo. Yo me daré cuenta de todo y lo observaré todo. Será espantoso. Cristo bendito. Tenga piedad de nosotros, señor asesino. ¿A quién mataría primero? Seguro a mi mamá. Es la del cuarto principal. Después me matará a mí. Y finalmente a mi hermano. Y estaremos en el otro mundo. Cielos. ¿Será el cielo o el infierno? Bueno, en donde sea, mi familia me lo reprochará por los siglos de los siglos, amén. Mi hermana se salva porque no ha llegado. Coño, ¿por qué no ha llegado? Ven que no quiero que te salves. Ven y cierra la maldita puerta que necesito dormir, necesito apagar la mente y necesito que esa maldita puerta esté con doble, triple, con mil cuatrocientos cincuenta y seis cerrojos. No vaya a ser que regrese la señora Adelaida ni que venga nuestro querido ex presidente Uribe a rematarnos y entonces todo será negro y… un ruido. ¿Habrá llegado ya? Ah, sí. Ya llegó mi hermana. ¿Cerraste la puerta? Me dice que sí. Ya todo está bien. A dormir.
Oh, no. Siendo las once y treinta y dos de la noche, Diana, mi hermana, no ha llegado a la casa. “Déjenme la puerta abierta, ya llego”. Es lo que dice. Y la puerta queda abierta. Sin cerrojo. A expensas de que la señora Adelaida llegue y se lleve el computador, el abanico, el citófono, el vidrio del comedor, el arreglo de bolas navideñas del centro de mesa y de paso la cuchara de palo con desgaste en la punta que tiene una mancha de sopa que no se le quita ni con lija. Dios mío. ¿Por qué no llega? ¿Se tardará mucho? En cualquier momento entrará ya no solo la dulce vecina sino un ladrón. O un asesino. Oh, sí. Vendrá y nos asesinará lentamente a todos y a cada uno de nosotros mientras dormimos. A un primo mío, hace muchos años, lo ahorcaron con una correa durante la noche, mientras todos los demás dormíamos. Cristo atado. Va a regresar. Ese malnacido va a regresar a terminar el trabajo. En cualquier momento abrirán la puerta y el asesino de mi primo va a entrar y a estrangularme con su correa. ¿Cómo será? ¿Será grande? ¿Gordo? ¿Flaco? ¿Tendrá tatuajes? ¿Correrá más tinta que sangre si muerdo uno de sus brazos tatuados? Bueno, al menos mi hermano y mi mamá sí están durmiendo. Yo me daré cuenta de todo y lo observaré todo. Será espantoso. Cristo bendito. Tenga piedad de nosotros, señor asesino. ¿A quién mataría primero? Seguro a mi mamá. Es la del cuarto principal. Después me matará a mí. Y finalmente a mi hermano. Y estaremos en el otro mundo. Cielos. ¿Será el cielo o el infierno? Bueno, en donde sea, mi familia me lo reprochará por los siglos de los siglos, amén. Mi hermana se salva porque no ha llegado. Coño, ¿por qué no ha llegado? Ven que no quiero que te salves. Ven y cierra la maldita puerta que necesito dormir, necesito apagar la mente y necesito que esa maldita puerta esté con doble, triple, con mil cuatrocientos cincuenta y seis cerrojos. No vaya a ser que regrese la señora Adelaida ni que venga nuestro querido ex presidente Uribe a rematarnos y entonces todo será negro y… un ruido. ¿Habrá llegado ya? Ah, sí. Ya llegó mi hermana. ¿Cerraste la puerta? Me dice que sí. Ya todo está bien. A dormir.
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