Sólo estando ahí, con la boca delante del micrófono y las sienes llorando desconsoladas, supo que no sabía por dónde empezar. Uno de sus dedos marcaba un ritmo inaudible sobre las cuerdas de su guitarra. No se sentía presionado, pese al montón de miradas imaginarias que se cernían sobre su cabeza.
Suspiró por enésima vez en la noche y unas pesadas gotas de agua fueron descendiendo del oscuro cielo.
Y comenzó.
Por Dios que su voz hizo vibrar con suculentos escalofríos a la gente de abajo del entarimado. Las gentes invisibles se sorprendieron notoriamente; hasta el micrófono pareció retroceder sumiso ante la indescriptiblemente sublime voz que se escuchaba. Pero de repente las luces cambiaron de color. Fue cuando se acordó de los blues que retumbaron en las paredes de la prisión de Folsom, cuya nublada visión fue testigo del dolor de hombro que produjo tener colgada la guitarra por más de dos horas. A las ventanas nasales llegaron los olores de la laca para el cabello, símbolo de antaño, y descubrió que ya no tenía canas. Se vio después las manos, y descubrió que tampoco las tenía tan arrugadas.
Vio su guitarra, y ya no estaba triste, y emitía de pronto unos acordes estupendos.
Y ya ven que conseguía el ritmo, señores.
Y refulgían los blues de aquel hombre solitario.
Y hablaba, hablaba y hablaba. Decía que podías correr, pero no esconderte. Decía carajo, a donde quiera que vayas, Dios te va a atrapar.
Y le dolía, señores. Cómo le dolía.
Entonces vio aquellas cosas blancas en su mano. Las tiró. Se limpió la mano en el pantalón azabache. Y fue ahí cuando por fin vio detrás del púlpito el resplandor incandescente de las gafas de la chica, y vio también que su mirada fervientemente ingenua estaba llorando. Se encogió de hombros pues no tenía ni idea de quién podría tratarse, y de improvisto se halló ante aquel blanco piano, suspirando y frotando su humilde corteza con aquellos sus dedos espumosos. Sus ojos se aguaron sin él conocer a ciencia cierta la razón, y miró a ambos lados. Sentía el ardor de su propia guitarra retumbando contra los costados de las paredes de mármol, y un sinnúmero de pasos revoloteaban por los aires, imprimiendo huellas sucias en el techo.
Alzó la mirada a tiempo para presenciar el apremio de una lluvia de pétalos. Volvió a bajar la mirada y la guitarra estaba en su regazo. Se echó a reír; tanto rió, que de las esquinas de los párpados brotaron lágrimas inocentes. Comenzó a decir locuras en inglés, y fue tarde cuando vio que la puerta de aquella extraña habitación se abrió. Su paso dibujó un rastro puro y endeble de mugre y suciedad.
Se recostó sobre el respaldo de la silla y se quedó dormido. El olor de la laca se fue difuminando hasta que desapareció. Y el maldito virus no hacía más que empeorar. Entrecerró los ojos, y el reluciente bordado dorado de su pantalón le hizo sonreír por última vez.
Y el hombre de negro finalmente se dijo: "porque eres mía, camino por la línea".
Johnny...
ResponderBorrarNo sé si es que me estoy volviendo estúpido pero... No entendí nada de nada! ¿Esta entrada tuya viene con algún manual?
ResponderBorrarJajajajajajaa!!!! no, no te preocupes. No te estás volviendo estúpido, y no, tampoco hay manual. Esta entrada es solo un pequeño homenaje a Johnny Cash.
ResponderBorrarOye a propósito amigo Huertas, ¡¡andabas perdido!!