Ahí estaba sentado Julián, paciente y un tanto cansado, mientras esperaba a que le saliera la orina para el examen. Esperaba sentado porque después de pie se cansaba.
Ahí estaba sentado, y sus cuarenta años le pesaban más que cualquier cosa. Negaba con la cabeza, mientras en el espejo se reflejaba su semblante gris y desabrido. Sus ojos estaban rojos, pues había llorado toda la noche.
Había planeado suicidarse esa misma tarde.
Entre jadeos, una rascada de cabeza y un montón de palabras insensatas, la última lágrima traviesa que despedía su pupila, tan poética, tan simple, había osado mezclarse con el líquido amarillento del recipiente.
Pasaron las horas, pasaron los minutos. Los despiadados segundos se llevaron todas las ganas de vivir que le quedaban a Julián. Suspiraba mientras veía de reojo el carácter suplicante de aquel cuadro colgado en la pared. El mohín que le surcaba la boca le dolía, le punzaba. Empuñó las manos, y se dio cuenta de que estaban congeladas.
Soltó un par de lágrimas más, pero se las limpió con rapidez de autómata. Se peinó, pues al menos quería verse bonito a dondequiera que fuese a parar. Finalmente tragó saliva, se incorporó y colocó la cuerda alrededor de su cuello.
De repente, sonó el teléfono.
-Señor Julián-dijo la voz al otro lado-, ya tenemos los resultados de sus exámenes.
Cuando llegó al consultorio, el doctor muy afligido le dijo:
-No hay rastros de enfermedad alguna, pero sí de un alto índice de tristeza.
Interesante.
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