Fue tarde cuando se dio cuenta de que le habían sacado el celular del morral. No había manera de comprobarlo, pero supuso que había sido un movimiento audaz, sigiloso e impecable. La cremallera cuidadosamente cerrada lo evidenciaba. Daniella hizo un mohín, se volvió y continuó su camino.
En su cabeza recordaba a su madre predicándole mil y un prevenciones. Su nariz retomó el olor del periódico húmedo que releía su padre con la boca enganchada en el pocillo de café a la hora del desayuno. La piel de sus pantorrillas se erizó al evocar el suave pelaje azabache de la gata de la casa. Suspiró al pensar que incluso ella le reprocharía el haber dado aquella garrafal papaya.
Manga no había tenido jamás una mañana tan azul como esa. La avenida Jiménez aumentaba de tamaño con cada paso que daba. Daniella pateó un trozo de basura inmunda, y los pocos ánimos que tenía terminaron de dispersarse por el suelo. Las botas de su pantalón verdoso arrastraban un par de mugrientas hojas hasta que de improvisto algo interrumpió su juego. La intensidad del rubor de sus mejillas se dulcificó, frunció el ceño bajo su aumento de menos tres cincuenta y se agachó. Algo estaba ahí, tirado en el barro, y parecía dedicarle una sonrisa. Era una pieza azulina de deformes contornos, y su haber lucía enormes manchones blancos. Miró hacia todos lados y después hacia arriba. Su imaginación de literata en bruto le sugirió una larga serie de irracionalidades.
Lo que creyó que veía a través de su aumento de menos tres cincuenta era un impecable e impoluto trozo de cielo.
Un viento helado le dio a su frente un aspecto nacarado. Acomodó sus lentes, se incorporó rauda y contempló aquel objeto por un par de minutos. Uno de sus cabellos castaños rasgó las pecas de sus sienes. El morral se hizo repentinamente más pesado y con torpeza lo depositó en el suelo. Volvió a agacharse, pero pronto vencida por la rencorosa gravedad, resolvió sentarse sobre el pedregoso andén.
Se rascó una de las espinillas de la rodilla. Analizaba el trozo de cielo con tanta minuciosidad que llegaba a ser preocupante, puesto que la gente que pasaba la miraba con curiosidad, y la escena entonces adquiría un pesado aire de intriga. Sus pupilas esmeraldas alcanzaron a ver de pronto unas sandalias doradas un poco más allá del límite del trozo de cielo. El olor que alcanzó a sentir fue excelso: lo constituía una mezcla grandiosa del aroma de las rosas rojas del campo salpicadas de rocío y del de una plácida canela, dulce y efervescente.
Tragó saliva. No se atrevía a alzar la cabeza. La ansiedad la embargaba al pensar que Jesús mismo había bajado del cielo para recoger aquel bonito pedacito. Pero no. No se trataba de Jesús cuando vio aquel rostro inmaculado envuelto en esa aura de beldad esplendorosa. El rostro del Jesús al que estaba acostumbrada no se parecía en nada al que tenía enfrente, cuyas sienes estaban pobladas de hermosos bucles rubios y cuyas cuencas oculares albergaban unos penetrantes ojos de lechuza.
Tragó saliva. No se atrevía a alzar la cabeza. La ansiedad la embargaba al pensar que Jesús mismo había bajado del cielo para recoger aquel bonito pedacito. Pero no. No se trataba de Jesús cuando vio aquel rostro inmaculado envuelto en esa aura de beldad esplendorosa. El rostro del Jesús al que estaba acostumbrada no se parecía en nada al que tenía enfrente, cuyas sienes estaban pobladas de hermosos bucles rubios y cuyas cuencas oculares albergaban unos penetrantes ojos de lechuza.
La hermosa silueta andrógina bajó la mirada. Divisó el trozo de cielo. Daniella se sobresaltó cuando esos ojos divinos volvieron a enfrascarse en los suyos.
—Veo que lo encontraste, Daniella.
Su voz no parecía de este mundo. Sonaban las más bellas armonías de cornos cuando silabeaba.
Su voz no parecía de este mundo. Sonaban las más bellas armonías de cornos cuando silabeaba.
Daniella trataba de esquivar aquella poderosa mirada.
—¿Me lo podrías pasar?
Ella asintió, anegada en nerviosismo, y se inclinó rápidamente; agarró con las manos trémulas aquella lámina celeste y se la entregó.
—Muchas gracias.
Una oleada de calor paseó por el cuerpo de Daniella.
—Pero dígame algo... ¿de donde ha caído ese trozo de cielo?
—Pues de allá arriba—contestó el sujeto señalando con un movimiento de cabeza el firmamento.
Ella abrió notoriamente los ojos cuando advirtió que arriba, allá en donde el viento juguetea con las ánimas y las penurias que se evaporan constantemente, había un espacio vacío, un disimulado hoyo negro que a ojo intuitivo permitía acomodar al punto la pieza que aquel sujeto tenía en sus blancas manos.
—Espere un momento... eso no estaba ahí cuando yo...
—Al Señor se le pasó la mano en ese granizo que azotó a Perú esta mañana...
Y la presencia envuelta en límpida beldad desapareció.
Después de absortos segundos, algo vibró intensamente en su morral justo cuando una traviesa y fina pluma blanca aterrizó en el légamo. Era su celular. El muy diablillo se había ocultado bajo la espesura del cuaderno de poemas. Tornó la vista a punto para apreciar que la pluma no absorbía ninguna gota de aquel fango reluciente que se regodeaba inmoral bajo sus pulcros filamentos.
los cornos... :P
ResponderBorrarEs que escribiendo ese pedacito me acordé de ti.
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