Cierto día de enero, la mujer de vestido floreado y el chico de uniforme camuflado se vieron las caras. Ella lo veía con detenimiento a través de sus lentes de marco azulado. Él la veía indiscriminada y morbosamente. Los cabellos de ambos revoloteaban contra el viento. Hacía un calor jodido.
—Esta mañana amanecí con una talla menos de busto.
Él alzó las cejas tan notoriamente como pudo.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Es eso posible?
—¿Posible es tener menos que esto?—dijo ella acariciándose el pecho.
Él pensó por unos instantes la respuesta, así como cuando estamos ardientes de espera cuando en el messenger "Fuckencio está escribiendo..."
—Así está más que perfecto—susurró él.
—Ah—lo miró por encima de sus lentes—. Es singular y masculino para ti.
Una serie de hojas otoñales se paseó por entre sus piernas. El suelo estaba húmedo, y se alcanzaba a escuchar el ronco vozarrón de un violonchelo a lo lejos.
—Déjele las tetas a las vacas.
—Déjele las tetas a las vacas.
La mujer alzó la vista y vio el firmamento suculento que amenazaba con abalanzarse sobre ella. El muchacho la examinó con más fiereza; una mujer, sin duda, bastante atractiva para su edad. Calculó que tendría unos cuarenta años. Su vestido le quedaba algo ancho, y las sandalias negras estaban desamarradas y desordenadas alrededor de sus delgados tobillos. El cabello castaño recogido en un moño jugaba a saltar la cuerda.
Aquella tarde calurosa los trupillos cacheteaban sus rostros, y los columpios del parque estaban más solitarios que nunca.
—Mamatoco es un barrio demasiado poético.
Él hizo un mohín con la boca.
—Los trupillos... la Quinta... sus aires de república independiente...
El muchacho se extrañó. Se había dado cuenta de lo sorprendentemente parecidos que resultaron sus pensamientos.
—A usted nunca la había visto por aquí.
—Me acaban de desempolvar de un cuento. El autor es ése que va ahí.
Dicho esto, señaló a un enorme hombre vestido de overol rojo paseándose por la droguería.
—Ya veo.
Ella sonrió con un dejo de picardía.
—No es cierto. Me acabo de mudar. Tenía una escabrosa orden de arresto, y los que me persiguen de seguro no me encuentran si me escondo por aquí.
Él se rió bajito. Se sacó las manos del pantalón.
—Intuyo que gusta de escribir.
—No gusto de escribir. Vivo para ello.
Él hizo la pregunta que tanto le carcomía las entrañas.
—¿Piensa morir por ello?
Los lentes de la mujer brillaron sospechosamente.
—De eso ya dos veces.
—De eso ya dos veces.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Y un pobre ladrón también.
—¿Un ladrón?
—Sí. Ladrón. Ese amigo fiel que se pasea por ahí... te detiene... te atraca...
—Dios mío.
—Dios mío.
—Hubieran sido dos ladrones de no haberse entrometido la maldita diligencia bancaria que debía realizar...
El suave frescor otoñal les suspiraba en los oídos. El muchacho finalmente le tendió la mano, con una sonrisa inocente pintada en los labios.
—Immanuel Kant.
—No me jodas. ¿Cómo el filósofo?
—Así es.
Un grueso cabello se coló en sus lentes.
—Bueno, yo también me largo.
Él la dejó pasar. Vio que su caminar, parsimonioso y bello se dirigía hacia la Quinta. A lo lejos, una ovación enaltecía al poderoso violonchelo.
—Ah—dijo girándose con teatralidad disimulada—. Oriana Russo. Tengo que dar una charla al lado del espectro de Simón Bolívar. ¿Te animas?
Me gusta la primera linea!! Ja!! Tengo q admitir que suelo tambien referirme a los personajes de esa forma... en lugar de darle nombres... jaja!! Talvez plagie esa tenica de Gerardo Ferro despues de leer: La comunidad del autobus.
ResponderBorrarMe encanta el diseño de tu Blog!!! Y sabes... algun dia espero escribir tan bien!!
¡Amigo Huertas! ¡Resucitó! Jajajaja ¡Qué bueno que le guste! ¡Graaaacias!
ResponderBorrarNo te preocupes. Sé que lo lograrás. ¡Hay que practicar! :D